¡Era tu cumpleaños! ¡Cómo olvidarlo! Pero tú no cumplías años como cualquier mortal. ¡No! Tú cumplías siglos y era el siglo XXII que te correspondía ese año.

Recuerdo que te conocí en mis sueños con otro cuerpo y otra cara, pero te reconocí por tus circunferencias ondulantes. Ese día, cansados de matar tanta realidad, decidimos sentarnos en la banca de un parque. Cruzábamos miradas y compaginábamos sonrisas de una a mil. Trataba de hacer mi mejor papel, pues el guionista ya me había dado el final de la historia. La calavera sonreía y el vaho nebuloso de tu poesía por fin entraba parsimoniosamente en mi continente, en un año donde la cosecha había sido estéril y muerta. Trataba de sonreír todo lo que podía y borrar apresuradamente con liquepaper la cicatriz en tu alma, dejándote de consuelo, un beso melancólico en la profundidad de tu olvido.

Las pergaminos de mis manos te gritaban algo que tú nunca descifraste a tiempo, pero sorpresivamente fueron las agujas de tus siglos que entraron en mi tiempo desembocando en los granos del reloj de arena, dando las doce y mi papel de cenicienta cambio al de Alicia en el país de las maravillas, fue cuando utilicé su mismo viaducto de salida, regresando sola de la mano de soledad a mi paraíso en donde los estantes preñados de libros me esperaban para enterrarme en sus ficciones y morir por fin libre, sin las llagas de tu recuerdo.