LA ULTIMA CENA
Primeros años de práctica hospitalaria. La dureza de un internado. Cuando el estudiante se aclimata a la medicina y se llena de sensaciones nuevas e intensas de algo que se quiere, se anhela y se desea. Los primeros pacientes “propios”, aunque compartidos con los jefes. Ilusión de crecer y hacerse; de formarse lo mejor que se pueda, con intensidad y fuerza.
Juan Nicanor Roldán era un adulto saludable relativamente, hasta que llegó al hospital terciario, referido de algún otro médico para estudios especiales.
Hacía unos diez años se había caído, en su finca, de un potro al que domaba. Ruptura de bazo, sangramiento profuso y múltiples transfusiones para salvarle la vida. Consecuencias finales: Hepatitis que lo llevaría, poco a poco, al consumo final. Cirrosis, severo daño hepático, estados pre-comatosos y muerte a corto plazo. En esos años no se hacían transplantes de hígado, como en la actualidad, y menos en un país sin recursos.
Inmediatamente que le vi, hubo empatía. Respeto mutuo y conversaciones que implicaban gran confianza, fueron haciendo de la relación médico bisoño-paciente, una de familiaridad y aprecio.
Supe que conocía que estaba desahuciado hacía un año. Una vez lo intuyó, arregló sus cosas, le compró un auto nuevo a su esposa, adquirió maquinaria nueva para la finca de tal forma que, cuando muriese, nadie pudiera aprovecharse de la viuda con ofrecimientos espectaculares. Hizo su testamento legal y dejó a su esposa bien orientada en todo. Era una persona meticulosa y precavida. Le fascinaba la música norteña. Solamente le daba pena el que el grupo de moda, en ese entonces, tocaría en ocho días en el estadio. “En eso no concordamos, le dije, me gusta más el maestro Castillo, con su Sinfonía Indígena”. “Hay concierto el sábado, en el Conservatorio, confirmé, de pura marimba”. No comentamos más al respecto.
Me contó que le gustaba la cerveza bien fría. De los asados que preparaba en su casa para la familia entera, con carne de la buena, suave, bien adobada, cubierta de una salsa de barbacoa y chirmol, con harto chile, que hacía las delicias de propios y visitantes. ¡Cuánto daría por un pedazo de aquella carne regada con un par de cervezas vestiditas de novia...!
Una tarde, concretamente un viernes, cuando lo visitaba antes de abandonar el hospital tras un día intenso de trabajo, me confió su deseo de comerse un gran trozo de carne y una cerveza, sabiendo que todo esto estaba prohibido en su estricta dieta. Su estado general era deplorable ya. Y se me metió el diablo en la mente...
Dudando, llamé al jefe de Departamento explicándole la relación especial con mi paciente. Le consulté la posibilidad de romper los cánones estrictos de una dieta. Cuando terminé de exponerle toda una historia, se quedó callado un rato. Al ver su duda, le expuse un axioma: “Jefe, si los condenados a la cámara de gas piden una última cena... autoríceme. Asumo las consecuencias”. Su respuesta fue tajante: “Doctor, usted sabe que una comida así, acelerará el deterioro final de su paciente, pero actúe según su criterio. Entienda esto... ¡Nunca me ha llamado!” Adiviné una sonrisa detrás del teléfono. Colgamos.
Fui a un restaurante cercano del hospital, donde preparaban unos filetes jugosos, tipo argentino, con una salsa de chirmol jugosa y bien picante. Pedí dos servicios. En la tienda de la esquina, lo sabía por experiencia, vendían las cervezas más frías de la ciudad. Vestiditas de novia.
Pasé todo por los controles del Hospital, con una simple explicación: “La guardia es larga y a media noche da mucha hambre”. Las cinco cervezas fueron camufladas en una caja de gasas.
Cena servida. Filete de primera. Cervezas casi congeladas. Todo fue lentamente consumido por médico y paciente. La quinta cerveza, compartida: Mitad para cada uno.
Don Juan Nicanor se fue quedando dormido. “-Doctorcito” - como siempre me decía- “Ha sido la mejor cena de mi vida. Esa carne era filete del país, del bueno”- Me insistió como conocedor y ganadero. “Y esa cerveza estaba divina...” y se fue quedando dormido.
El lunes, lo primero que hice, fue ir a la habitación de don Juan. La enfermera que estaba en la estación de enfermería me dijo lacónicamente: “Le dejaron saludos. La esposa del paciente del 208 le dejó este sobre.” Y me extendió un sobre color manila , estrecho y alargado.
“¿Qué pasó?” Le pregunté intrigado.
“Pasó la noche del viernes como nunca. Amaneció alegre y contento. Su esposa estaba con él cuando se fue quedando dormido. Nunca despertó. A las dos de la tarde estaba muerto.” “Hoy, temprano en la mañana, vino la esposa a entregarle este sobre”.
Abrí el mismo. Dentro, dos entradas para el concierto de marimba, y dos para el de música norteña. Uno sábado y el otro domingo.
Fui a los dos conciertos. Solo. Mejor dicho, a mi lado, el espíritu de don Juan encontraba fascinante la marimba clásica el sábado y yo, el domingo, taconeaba con el pie derecho la pegajosa música del norte. Al salir, repetí la dosis de un buen filete y dos cervezas.
Treinta y cinco años más tarde, hago esta confesión. Pero no me arrepiento.
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