MIS VIEJAS SANDALIAS
Hoy dejaron de funcionar, por no decir morir, mis viejas sandalias. Cómodas y robustas, las llevé al maestro zapatero de mi barrio quien las examinó detenidamente y, meneando la cabeza, me dice: ya no resisten nuevos remiendos… déjelas descansar.
Al borde del mesón ellas me miran como disculpándose. Por más de seis años me acompañaron por calles, senderos y recovecos de todas partes.
De vuelta a casa, los recuerdos se agolpan desordenadamente, como intentando destacarse unos de otros, creyéndose más o menos importantes. Y volvemos a caminar la tierra, el barro, el polvo y el cemento de lugares que van apareciendo como fotografías o vídeos.
Mis viejas sandalias me llevaron por el paseo del malecón en La Habana, se agitaron en una salsa sensual y frenética con una bella cubana, admiramos los palacios del barrio histórico y supieron asumir un profundo respeto en Santa Clara ante la tumba del inolvidable Che Guevara.
Caminamos silenciosos por los bosques al norte de Suecia, descubriendo flores y plantas desconocidas, hongos y setas de variados colores, enormes hormigueros de un metro o más de altura, el cruce furtivo de algún ciervo, cientos de árboles talados por los castores incansables, tratando de no pisar pequeñas ranitas, atentos a evitar ser descubiertos por algún alce malhumorado.
Se asoman los ríos y lagos del sur de Argentina en busca de las truchas esquivas y luchadoras. El placer exquisito de acampar bajo un bosque de alerces orgullosos en sus alturas y la sinfonía de pájaros vestidos de bellos colores.
Volvemos a re andar playas y rincones del norte chileno, remontamos ríos y montañas del valle central y gozamos la lluvia de la selva sureña de Neruda.
Merecen descansar.
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