Estábamos contemplando el océano -una ODA a la inmensidad que el azar nos había regalado como fin de semana- cuando Maurito se volvió hacia mí y me espetó una pregunta que seguramente había dado vueltas un buen rato en su cabeza:

-¿Qué es un HERMAFRODITA?

No supe qué responderle. De las incómodas preguntas de mi niño solía encargarse Lucrecia y su resuelta naturalidad, pero ella nos había abandonado hacía ya mucho. Y ahora estaba aterrado, porque me preguntaba ¿cómo formular una respuesta que absolviera las dudas de Maurito y no suscitara, además, nuevas indagaciones aún más peligrosas?

En aquellos momentos sólo deseaba DORMIR un rato sincronizado con el RITMO del MAR, el hipnotizante discurrir de sus olas. Apenas ansiaba una amigable sombra. Y es que, francamente, no le estaba pidiendo demasiado a la vida.

Abochornado, ensayé una tímida respuesta:

- Bueno, hijo, los hermafroditas son las personas que... las que tienen los dos...

- ¿Las que tienen qué... papá?

- ¡Los dos genitales! ¡El masculino y el femenino! - me sorprendió una estentórea voz a mis espaldas. ¡Era Lucrecia! Había vuelto para salvarme. Me regaló una de sus sonrisas cómplices y continuó, sin la más mínima vacilación, con su explicación anatómica.

Esa tarde de febrero, en un ardiente pedacito de costa bañada por el Pacífico, amé a Lucrecia más que nunca.