Licántropo
La luna asomaba tímidamente sobre el cielo nocturno. Chasquidos de ramas en las sombras, gruñidos y rugidos invadían el aire, viciaban la atmósfera y erizaban la piel del más valiente.
La pequeña aldea temía la llegada de la luna. Las masacres que tenían lugar cuando la diosa Selene brillaba en su máximo esplendor, eran sobrecogedoras. Al principio, sólo el ganado sufría el apetito de la bestia, pero sus ansias de carne y sangre fresca aumentaron, y con ellas, la necesidad de diversificar su alimentación. Hombres, mujeres, niños… Nadie escapaba a sus feroces ataques, y pocos eran los que habían conseguido ver a aquella criatura, atrincherados desde la aparente seguridad de sus hogares. Habían aprendido a esquivar las calles y alejarse de la linde del bosque, pero eso no era suficiente. Y nada podían hacer, pues no sabían quién de ellos estaba infectado, por lo que no podían combatirle.
Sam miraba por la ventana. Ya no le asustaba la mutación que padecía, había aprendido a vivir con ella, y sabía que esa noche tendría que salir a comer. La luna llena resplandecía gobernando la oscuridad y su cuerpo. Su respiración se agitó y sus pupilas se contrajeron. Como pudo, se dirigió al granero para evitar los desperfectos que el interior de la casa había sufrido en ocasiones anteriores. Apenas llegaba a la bodega cuando sus manos, sus brazos, sus piernas, comenzaron a atrofiarse y cubrirse de una espesa capa de pelo plateado. Se deshizo de la ropa y cayó pesadamente al suelo. Sus ojos verdes inyectados de sangre centelleaban sobre el pelaje grisáceo que camuflaba todo su cuerpo. La cara era lo más doloroso. Transformar unas facciones humanas en aquellas mandíbulas salvajes no resultaba sencillo, pero eran sumamente eficaces para cazar.
Esta vez había previsto mejor la situación, por lo que aquella tarde, dejó la puerta del granero abierta, evitando así tener que repararla y las preguntas embarazosas por parte de la gente del pueblo. Salió precipitadamente del cobertizo. Antes corría hacia el bosque, presa del miedo y de la confusión, hasta que su apetito tomaba las riendas de sus instintos y volvía para alimentarse. Esa noche deambuló por las angostas callejuelas de la aldea. Era curioso sentir que había perdido la capacidad de raciocinio, pero aún conservaba cierta lucidez y un mínimo control sobre sus actos. Sabía que si trataba de combatir sus impulsos podría sobrellevar la situación; pero no deseaba hacerlo. Bajo aquella apariencia, majestuosa y temible, se sentía libre. No había que atender a leyes, perjuicios ni prejuicios de nadie, no tenía que responder de sus actos, porque se limitaba a satisfacer su instinto de supervivencia, no existía la verdad, ni la mentira, ni la conciencia. Sólo existía la noche, el sosiego y el placer de degustar carne fresca.
Sus garras se anclaron al suelo húmedo. Inclinó la cabeza, levantando levemente el hocico, y olfateó el aire. Podía percibir el miedo. Su presa estaba cerca. Dejó caer sus orejas hacia atrás y cerró los ojos. Deseaba hacerlo, y sabía que aquello no haría sino atemorizar aún más a su víctima. Tensó el cuello y aulló con fuerza. Aguzó el oído. Alguien, no muy lejos, había ignorado el toque de queda impuesto en la localidad, y le iba a costar muy caro. Comenzó su desbocada carrera hacia el lugar del que provenía la agitada respiración. No debía darle tiempo a reaccionar. Olía su sudor, su miedo, su carne.
Llegó al callejón. Sus ojos eran muy buenos en la oscuridad, pero no veía a su presa. Presumió que estaría oculto, y el único lugar donde podía estar era entre las cajas de basura. Se irguió y caminó sobre sus patas traseras en dirección al montón de desperdicios. Se estaba impacientando, sabía que estaba ahí. No se contuvo. Utilizó sus garras para apartar las cajas que ocultaban a un muchacho no mayor de dieciséis años. Estaba aterrado. Sus sollozos, sus súplicas, lejos de apelar a la piedad de Sam, incitaban más aún su rol de predador, su poder. Colocó una de sus pesadas patas traseras sobre la pierna del chico, y agarró con sus fauces el brazo contrario hasta que sus articulaciones cedieron. Ya no escaparía. Su boca, diseñada para matar, daría buena cuenta de aquella captura. La saliva se agolpaba en su garganta mientras sus dientes comenzaban a perforar la carne del joven, cuyos gemidos quedaban ahogados con la presión de la pata en su cuello.
El sopor que invadía a Sam tras la copiosa captura, hacía más llevadera la transformación. Por una milésima de segundo, cuando despertaba de ese letargo, sentía cierta compasión por sus víctimas. También se reprochaba su insensatez. Se dedicaba al estudio y seguimiento de las especies autóctonas, y sentía debilidad por los lobos. A tal punto llegó su fascinación por estos animales, que desembocó en una obsesión enfermiza, llegando a tomar muestras de ADN del macho alfa de la manada, que posteriormente se inyectó en su propio cuerpo. No pensó en las consecuencias, pero había aprendido a vivir con ellas.
Las convulsiones eran cada vez más fuertes, y era inevitable que se arañase para desprenderse del pelo. El picor era insoportable. Le resultaba desagradable volver a convertirse en persona. Era más complicado que ser un animal. A veces se planteaba inocularse más cantidad de sangre de lobo para conseguir efectos irreversibles, pero aún no se había atrevido a dar el paso. No podía evitar tener miedo.
Se miró las manos. El pelaje había desaparecido. El sol amenazaba con salir, apenas le quedaban unos minutos para abandonar el lugar. Al incorporarse, vio el charco de sangre que inundaba el suelo y los restos del muchacho. Tenía la cara desfigurada, el torso abierto y tan sólo conservaba unido a su cuerpo el brazo derecho. Para cualquier otra persona, aquella sería una escena repulsiva y terrible, pero no para quien había degustado a aquel infeliz.
Tenía restos de sangre por todas partes. Debía ir a lavarse. Lo más probable es que la gente comenzase a buscar algún culpable, y sospechaba que atribuirían aquellas atrocidades al guardabosque, pues se rumoreaba que, de tanto rodearse de animales salvajes, se había convertido en uno de ellos. Sam sabía que no era cierto, pero eso no quería decir que fuera a autoinculparse. Le gustaba ser lo que era.
Su piel se erizó al sentir la brisa de la mañana, y se percató de su desnudez. De camino a casa, paró al ver su reflejo en el cristal de un pequeño comercio. Tenía un aspecto tan frágil, tan hermoso… Nunca adivinarían que la dulce Samantha era la artífice de aquellas masacres. Nadie las atribuiría a aquel rostro angelical.
® Raquel Contreras
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