EL BALCÓN
Los relámpagos iluminan la espera y las finas facciones de Elena, asomada en el pequeño balcón de su dormitorio. Todo es silencio rasgado por los truenos y el cielo se abre llorando olvido. Elena adora sentir escalofríos de intensidades disímiles, mientras huele la tierra mojada y escucha gemir a los arbustos enredados en el viento que se vuelve pluma al rozar sus mejillas. Elena sólo puede oír el frío, porque sus ojos celestes, nacieron muertos. Aún así, sabe desplazarse libremente desde la cama al balcón orientado hacia la guarida del extraño que llega antes de que amanezca para regalarle un sensual caleidoscopio.
Lo percibe cerca. Es un aleteo suave tocándole los hombros semidesnudos. Quiere hablarle pero su aroma a maderas orientales le encadena los sentidos y simplemente puede sonreír. Los dedos del amante le delinean la nariz de muñeca, la redondez y pureza de pómulos y labios, para continuar enredándose en los cabellos. La película de su vida ausente de luz, gastada entre las paredes del orfanato lúgubre, se derrite como nieve atacada por el fuego.
Es un beso largo, una gruesa y húmeda succión agitándole el pecho. Protector, él abraza su cintura pequeña y ella desea más cariño por debajo del camisón. Los pezones son acariciados por esas manos ancestrales alguna vez imaginadas en coloridos sueños voluptuosos de doncella inocente.
Lamidos suaves le recorren el cuello. Mordiscos sutiles, pero punzantes, la hacen temblar y descubrir la magia oculta, capaz de alborotar la sangre que corre por sus venas. Está embelesada por el ser surgido desde la gélida nada para invadirle la piel con pellizcos suaves, detonantes de un río cosquilloso que la esclaviza. Y la deja casi sin aliento. Elena se deleita entregándose al misterio de las manos que conocen el incendio de su entrepierna y saben aplacarlo. Despacio, como gotas de lluvia al final de la tempestad, abrigada bajo el manto del amo de los Cárpatos.
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