EL APRENDIZ DEL DR. VÍCTOR FRANKENSTEIN
Una gran mole de carne cosida a trozos se desplazaba con torpeza por la calle. La anciana a la que le gustaba dar sus paseos al anochecer era ajena a su presencia. El grandullón la olfateó, su cerebro que estaba compuesto de materia gris de algún desgraciado no daba para más.
Se le acercó con torpeza, balbuciendo palabras incoherentes. La mujer que crió a una prole numerosa, llevando una vida mísera de privaciones y sacrificios no se inmutó lo más mínimo. Entre la poca luz que dispersaban las pobres farolas y la poca vista de la anciana hicieron el resto.
—¿Qué quieres, quién eres? —le espetó con contundencia.
El engendro, ante tan autoritaria voz, se paró de inmediato, no sabiendo cómo actuar.
La mujer dedujo que bien podía ser un niño grande desorientado.
—¡Ven aquí! —le dijo con ademán autoritario.
El desgraciado grandullón, sumiso como un gatito, acudió a la llamada de la vieja.
La mujer sintió lastima por tan gran mole de carne llena de cicatrices que le daba un horrible aspecto. Empezó a acariciarle el lomo con tanta delicadeza como hiciera con sus hijos, fue tal el amor que desprendía la mujer que el monstruo ronroneaba como un lindo gatito.
—¿Qué te ha pasado criatura? ¿Dónde tienes a tus padres? —la dulce y rítmica voz de la anciana parecía un son de cuna. Unas lágrimas asomaron en el rostro del grandote. Con entrecortada voz y acompañado de sonidos guturales, intentaba hablarle a la vieja.
—No te esfuerces, pequeño, veo que estás muy enfermo —dijo la anciana entre caricias—. Te llevaré a mi casa y allí te cuidaré —siguió diciendo la buena mujer.
Los pocos vecinos que a esas horas paseaban por las calles del pueblo huyeron despavoridos ante tal extravagante pareja. Cerrando puertas y ventanas tras de sí. Desde las ventanas, algunos intentaban llamar la atención de la anciana advirtiéndole del peligro que corría ante semejante monstruo. La señora, tan orgullosa de ayudar al prójimo, ni se daba cuenta de tales advertencias, siguiendo su camino como si tal cosa.
Al llegar a su morada, el grandote tuvo que agacharse para entrar. La señora lo acomodó como buenamente pudo, yendo a prepararle un suculento manjar abundante en carnes y generosa guarnición de patatas. El grandote comió con tal deleite que la anciana, satisfecha por ver comer sus viandas, se sentía muy orgullosa de este nuevo hijo, que aunque de considerable tamaño, ella tenía suficiente corazón para los dos.
Pasó el tiempo, el pueblo al fin admitió al grandote que, debido a su gran tamaño y fuerza, ayudaba en las tareas más penosas. Su fama traspasó la frontera de la comarca, llegando la noticia al mismísimo despacho de un afamado doctor.
Cuando dicho profesor llegó al pueblo, viendo a la mole, con incredulidad pasmosa, observó:
—Increíble, mi criatura al fin sobrevivió.
El grandullón, al oír esa voz que le resultaba familiar, balbució.
—Pa…pá…
Todos los vecinos se asombraron al oír al monstruo decir sus primeras palabras. El mismo, con ese movimiento característico de un elefante, se aproximó al doctor, agarrándose sumiso a sus piernas.
El doctor acarició el lomo de la mole como si fuera su perro fiel de caza. Todos con tristeza se despidieron del grandote, el profesor resolvió que el mejor sitio para dicha criatura era, sin lugar a dudas, su clínica, que es el sitio de donde salió.
Los días que siguieron a su vuelta fueron muy desdichados para nuestro personaje. Fue sometido a diversas intervenciones, el doctor no estaba contento con su engendro, salió mal para él. Le faltaba carácter, más furor, más firmeza y maldad.
Su intención no fue, ni lo más mínimo, ayudar a la humanidad con sus experimentos.
Al ver que sus retoques no surtieron efecto, decidió que lo más importante era endurecerle el alma. Día tras día fue sometido a una ración de latigazos, duchas frías y un estricto control en lo que más le gustaba al grandote, comer. Nada de eso resultaba, la mole impasible, empalagosa y fiel como un perro no se quejaba ni demostraba pena alguna. Siempre recibía al doctor con habitual afecto. El científico se devanaba los sesos, no entendía qué pudo salir mal. Todas las partes que componían la mole fueron sustraídas a cadáveres de dudosa reputación, condenados, locos y desgraciados. El profesor, en su afán por descubrir qué le ocurría al mastodonte, resolvió espiarle, descubriendo que muchas veces lo veía en natural forma de meditación. Hablaba a algún lugar de la pared. El médico agudizó su vista en dirección a la pared, pero no advirtió absolutamente a nadie. Consiguió, con muchos esfuerzos, oír algunas frases sueltas como, “no te preocupes, me portaré bien, tranquilo seré bueno”.
Con furia, entró diciendo.
—¿Qué estás murmurando? Idiota.
—Nada papá... es un amigo que tengo —contestó con voz ingenua.
—¿Un amigo? Pero si aquí no hay nadie—respondió el científico cada vez más enfadado.
—Sí, papi, me dice que hay una parte de mí que le pertenece.
—¿Cómo? Imposible, están todos muertos… —contestó estupefacto el profesor.
Al momento, una discusión entre el grandote y la pared se estaba produciendo en las mismas narices del médico.
—No lo haré… papi es bueno.
—¿Que no harás el qué?—preguntó muy extrañado.
—Mi amigo dice que eres muy malo y debo eliminarte —contestó con mucha lástima la mole.
—¡No! No hagas caso de tu amigo, es imposible que esté aquí, eres tonto y, además, estás loco…—contestó con una mueca de terror.
—Lo siento, papi, está dentro de mi cabeza…
El grandote avanzó con los brazos extendidos agarrando al científico por la garganta, apretaba y apretaba hasta que parecía que los ojos se le salían de las órbitas. El médico parecía una muñeca de trapo en manos del mastodonte, los pies se le movían de forma ridícula, pataleando en un afán inútil por encontrar un apoyo.
—Está bien así lo haré —le dijo a la pared.
Acto seguido, tomó al profesor por los pies arrastrándolo hasta el cementerio donde con sus propias manos cavó en una tumba. Cuando llegó al féretro, abrió la tapa del mismo y, como si de un fardo se tratara, tiró al científico dentro.
—Aquí lo tienes como me lo ordenasteis, amigo...
Con paso lánguido, se alejó del cementerio dejando la lápida en su sitio que rezaba lo siguiente: “Dr. Víctor Frankenstein”.
FIN.
J.M. MARTÍNEZ PEDRÓS.
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