EL VIAJE DE CADA NOCHE.
El pueblo donde vive el niño José no es muy grande. A decir verdad, parece de esos pueblos que cuando se atraviesan en camión o en tren tan solo contaran con cinco calles, ni más ni menos. Es un lugar muy tranquilo, su gente, evita meterse en problemas y prefieren vivir en armonía unos con otros. Podría decirse que es un pueblo con alma pacifista. Sin embargo, el hecho de que el pueblo luzca apacible, no quiere decir que el espíritu de sus habitantes carezca de inquietudes o curiosidades, tal y como últimamente ambos deseos mundanos se manifiestan en la mente de José, en especial por las noches.
No hace muchos días que sucedió por vez primera aquel hecho que despertó en José la incertidumbre, el misterio y el torrente de interrogantes, y que de ahí se convertiría en algo que lo agobiaría durante varias noches seguidas. Tal suceso siempre ocurría a la misma hora, si acaso con un pequeño desfase de algunos pocos minutos de más o de menos, suscitándose casi a diario, excepto los domingos y días de guardar.
La humilde casa de José está cerca del no tan grande río. Al igual que la vida del pueblo, su caudal siempre transcurre a un ritmo sosegado. Su abuelo siempre suele acompañar a José al rústico e improvisado muelle en el que se encuentra la pequeña barca de Tomás, que sólo es utilizada para cruzar a lo ancho del río normalmente. Le gusta estar ahí para chapotear un rato dentro del agua, pero lo que más disfruta es sentir el aroma de la madera húmeda, tanto del muelle y de la barca como de los árboles aledaños. Para José resulta una fragancia muy agradable y revitalizante.
La primera noche que ocurrió aquel inusitado suceso, José se encontraba recostado en su cama, repentinamente percibió una leve luminosidad por entre los resquicios de su ventana. Con sigilo se dispuso a entreabrir escasamente las cortinas y vio aquella lóbrega silueta iluminada que se acercaba con pequeños pasos presurosos por la acera de su casa. La visión espectral provocó súbitamente que su corazón se acelerara, pero como aquellos que encuentran el placer en el miedo, continuó firmemente su observación. El temor se fue disipando cuando encontró cierta familiaridad con el andar de aquella figura. No era más que Don Vicente, el anciano que vivía a cinco casas de ahí, que caminando con celeridad con su linterna y su bordón, desapareció al dar la vuelta en la esquina de la casa.
A la mañana siguiente, cuando José retornaba a casa después de un día más de escuela, pasó por la casa del anciano que había perturbado su sueño la noche anterior. Ahí estaba Don Vicente sentado en su roída silla, a sus pies tomaba la siesta su perro fiel, mejor conocido por todos como el canelo. Siempre se le veía ahí al viejo, sentado, descansando alguna de sus manos sobre su bordón y saludando con la otra a toda la gente con su sonrisa picaresca llena de vida. José le dio el saludo de la tarde a lo que el anciano correspondió sonriente con algunas bendiciones.
Durante las tres noches siguientes, el casi logrado sueño de José se veía frenéticamente interrumpido por la noctámbula caminata de Don Vicente. A la cuarta vez que sucedió, José se animó a salir al patio de su casa que daba a la esquina en la que el anciano siempre desaparecía. Ahí fue testigo de cómo el viejo, ayudándose con su bordón, descendía hasta la vera del río donde estaba el muelle. Ahí vio otra silueta sombría a la que Don Vicente le entregó una pequeña bolsa. Muy seguramente se trataba de Tomás, ya que con mucha paciencia auxiliaba al viejo para abordar la barca. Tan sólo que esta vez, tomaron rumbo a favor de la corriente, hacia lo largo del río y no hacia lo ancho.
Pasaron algunos días, así como también siguieron pasando las noches insomnes de José a causa de Don Vicente y el viaje de cada noche que siempre emprendía. Eso sí, respetando la regla de los domingos y los días de guardar.
Cierto día, la pesadumbre de José fue insoportable, y cuando venía de regreso de la escuela en compañía de su amigo Fernando, le externó sus inquietudes. Fernando le propuso entonces que esa misma noche siguieran las huellas de Don Vicente, para descubrir de una vez por todas que era lo que tramaba el anciano con sus viajes nocturnos.
Ya está muy caída la noche, y ocultos entre las sombras se encuentran José y Fernando detrás de algún árbol inmediato al muelle. José observa su reloj, ya no debe faltar mucho. Y eso pensaba cuando de pronto los jóvenes pudieron ver a Don Vicente descendiendo hacia el muelle esclareciendo su camino con la luminosidad de su linterna. Despertando de un malogrado sueño dentro de su barca, Tomás se despierta al escuchar los leves sonidos de los golpes del bordón de Don Vicente sobre la madera húmeda del pequeño muelle. Se incorpora con cierta pesadez, recibe la pequeña bolsita que le entrega Don Vicente y auxilia al viejo para abordar, y como cada noche, se disponen a emprender aquel viaje hacia algún lugar.
Tal vez sea por la propia penumbra de la noche, o por el hecho de mantener en buen estado la desgastada condición ósea de Don Vicente durante el viaje, por lo que Tomás navegaba con ritmo calmoso sobre el cauce del río. Aprovechándose de tal circunstancia, los dos jóvenes curiosos pueden seguir el curso de la barca sin problema alguno por la orilla del río, ocultos entre las sombras y el follaje. El viaje duró alrededor de cuarenta minutos hasta que la barca por fin fue atada en otro pequeño muelle al otro lado del río. Con cautela, Tomás ayudó al anciano a desembarcar y lo acompañó hasta donde parecía ser el inicio de un camino. Una vez ahí, el anciano continuó solo su andar y Tomás se dispuso a regresar a su barca para continuar con su malogrado sueño.
José le dijo a Fernando, –Ya estamos aquí, no sería bueno regresar sin saber en qué anda metido ese viejecito, a lo mejor puede estar pasando por un grave problema, y que por pena no se atreve a compartir con nadie del pueblo. –Fernando hizo consciencia de las palabras de su amigo, y ambos procedieron discretamente a cruzar el río, arremangándose de por no dejar sus pantalones. Ya por fin empapados hasta la cintura lograron llegar al inicio del camino por el que continuó sólo Don Vicente. Tomás ni se inmutó por la presencia de los muchachos, y éstos emprendieron también su andanza tras el rastro del anciano.
No tardaron mucho en vislumbrar a lo lejos, entre la penumbra, la leve luminosidad de la linterna de Don Vicente. Manteniendo una distancia considerable, los muchachos continuaron detrás de él. Repentinamente se detuvieron y se ocultaron entre unas ramas, más sus ojos curiosos no perdieron de vista al anciano, atestiguando como con cierta dificultad ascendía por los escalones de una cabaña. Con su bordón tocó la puerta de aquella casa por la cual apareció un hombre, que a juzgar por su silueta parecía ser considerablemente alto y con un sombrero de también considerable tamaño. Tal hombre tomó la linterna y el bordón de Don Vicente y ambas figuras desaparecieron al cerrarse la puerta de aquella cabaña perdida entre el espeso bosque circundante.
Armándose de valor, José y Fernando corren hacia la cabaña, discretamente se disponen a observar por la ventana, cuando de pronto se ven sorprendidos por aquel enorme hombre del sombrero. Tomó a los dos muchachos por los brazos y empezó a darles tal regaño que Fernando no pudo contener las lágrimas. José por otro lado, haciendo caso omiso al sermón, como si el hombre alto fuera algún actor de cine mudo, se concentraba en buscar al viejecito en el interior de aquella casa aprovechando que la puerta principal se encontraba abierta. José tan sólo pudo ver que Don Vicente desapareció tras otra puerta, al parecer de una recámara, acompañado de dos hermosas jovencitas haciendo alarde de sus diminutos vestidos y los prominentes y divinos contornos de sus esbeltos cuerpos. El tipo del sombrero, a punta de jalones de oreja alejó a los dos muchachos de la cabaña, y una vez los soltó, los dos se echaron a correr velozmente hasta perderse en la penumbra de aquel camino que lleva hacia el río.
A la mañana siguiente, José y Fernando van de regreso de otro día de escuela, van riéndose de la singular aventura de la noche anterior y haciendo mofa del discurso moralista de aquel hombre de enorme sombrero. Cruzan hacia la calle en la que vive José, y ahí está Don Vicente, tranquilamente sentado al lado del canelo, descansando alguna de sus manos sobre su bordón y saludando con la otra a toda la gente con su sonrisa picaresca llena de vida.
|