La herencia
Al abrir la puerta me inserto en un paisaje inesperado, de calidad siniestra y viciada atmósfera. Una mujer a la que no logro ver el rostro realiza un guiño con la mano para que la siga, la invitación es de factura bizarra. El lugar es tétrico y promete espanto pero la dama ejerce una fascinación absoluta que no puedo explicar.
Se introduce en la arboleda que forma parte de la propiedad heredada de mi abuela paterna a la que no conocí. Los tallos de la vegetación están inclinados en ángulos obtusos como si sufrieran los efectos de una tormenta, sin embargo, el viento que corre es cálido y suave como el aliento de bestia amodorrada.
Los primeros cuatro años de mi vida viví en esta finca pero no recuerdo ningún detalle, de acuerdo al notario que me dio posesión de mi heredad, en sus tiempos de esplendor albergaba en el corazón del bosque un lago cristalino, ahora moribundo tornó a un pantano pútrido que exuda efluvios de misterio configurando visiones espantosas.
Nada más doy los primeros pasos en el légamo gris, resbalo. Camino entre los árboles invadidos por hongos parásitos y asfixiados por gigantes telarañas, quiero correr, salir de ahí a toda prisa pero el decurso se niega. Con seguridad aspiro algún elixir pertinaz que aletarga mis movimientos, exacerba mis sensaciones y se adueña de mi voluntad; desconozco la naturaleza de esa inconcebible afectación.
Descubro que el lago está infestado de larvas que vomita como moscos que son devorados por histéricas arañas de sociedad imposible. La horda de moscos en su vuelo delinea torcidos arreglos fantasmales que no me seducen.
En el umbrío cenagal la luz languidece sin mostrarse afectando la maleza nauseabunda de formas fantásticas y hurañas que no me detienen, sigo avanzando tras el imán de la mujer. Supero la ciénega y frente a mí se yergue la casa, solemne en su soledad, cubierta por hiedra como si de invasivo herpes se tratara.
Ella entra en la vieja casona y se pierde en su oscuridad, yo me detengo en el umbral, algunos resquicios luminosos ayudan a localizar el interruptor que al accionarlo ilumina mi suerte como a la amplia habitación. Lo primero que veo es un decidido gato negro tras tenaz rata que no se inmutan ante mi intromisión. Reviso la estancia, sus paredes se descascaran como serpiente que muda de piel. Los muebles están atiborrados de recuerdos marchitos, de reminiscencias de vida en la que yo no estoy.
El notario me hizo saber que no había más herederos, mi padre, que no recuerdo, después de separarse de mi madre había tenido otra hija de un segundo matrimonio pero murieron en terrible accidente; de tal guisa podía tomar posesión de todo. Temo aventurarme demasiado entre las habitaciones, no tanto por su aspecto lúgubre, es por descubrir que yo no estaba presente en la vida de mi padre.
Sin embargo, un amago de movimiento del otro lado del arco que conduce a la habitación contigua instiga mi porfiada curiosidad y me empuja hacia allá. De todas las sorpresas que podía esperar, ninguna tan impactante, era una imagen tragada con saliva y desilusión…
En las paredes chorreadas de moho del salón cuelgan dos fotografías de asociación insana que me arrastran a mi temprana edad raptada por mórbidos ensimismamientos, cuando por mi aspecto enteco fui relegado a vivir una realidad alterna más soportable. De aquella época el recuerdo más agradable y nítido que conservo son las facciones y la compañía de Estela.
No adivino que trance mágico y perverso me colocó en una foto cargándome a mí mismo cuando era niño y en la otra sostengo en el regazo a Estela que fue mi mejor amiga en la infancia.
Incrédulo acorto distancia para leer las letras pequeñas. La primera está fechada en 1968, y dice Arturo Gómez e hijo; es extraordinario el parecido que guardo con mi padre, es la primera vez que arrostro el abrazo paterno y mi ánimo no sabe responder a ese sentimiento desconocido. Con insoportable curiosidad me arrojó al segundo retrato y leo las marginales letras: Arturo Gómez e hija; la decepción me empequeñece, ese sentimiento sí me es familiar.
Mi cómplice y consuelo de desprecios y castigos inmerecidos no era una amiga imaginaria, no era mi creación; ella había sido el espectro de mi media hermana que de alguna manera quería protegerme. Ahora entiendo la atracción fatal que me ocasiona la mujer que me remolcó hasta aquí, doy media vuelta para apreciar su fisonomía y reconocer a mi amiga, Estela está ubicada en la pared contraria, levanta las manos suplicantes para mostrarme la frase impresa en la pátina verde:
¡Seamos amigos otra vez!
¿Qué debo hacer? El acceso a ese afecto está lleno de penumbras, pasos vacilantes y telarañas mentales, sería el regreso a mis orígenes. Pero su genuina invitación borra mi propensión a evadir compromisos.
La miro con detenimiento, en alguna oquedad recóndita de mi corazón se alberga un sentimiento de afecto, veo una mosca verdosa abandonar su ojo albino y la ternura me invade.
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