Juana, de manos largas, ásperas y hábiles, vivía en una vecindad, tenía un radio sobre un viejo ropero que daba la hora y reproducía canciones que ella tarareaba. Sacaba la silla al patio de su casa y zurcía. Sus ojos en el manto y sus oídos en el taconeo. Cuando reconocía el andar de su esposo, se metía a la vivienda y empezaba a calentar su comida.
Él cenaba después de las ocho, pero en los últimos meses la frecuencia había cambiado. Dos o tres veces por semana llegaba cerca de la media noche. Lo oía comer, desvestirse y a los pocos minutos, roncar. Ella se hacía la dormida y al verlo con su cara de niño bueno, no tuvo dudas de que él tenía otra mujer.
-No te oí llegar.
-Cuando me acosté estabas bien dormida y no te quise despertar.
-¿Te fuiste con tus amigos?
-Ha aumentado el trabajo, pero a la salida nos tomamos una cerveza.
Hace cinco años se juntó con él. Las ansias de poseer un hogar la hizo frágil a sus besos. Sabía de antemano que la carencia sería su compañera, pero su deseo de ser mujer y madre la hizo ser temeraria. Ella no había cambiado desde aquel tiempo: pechos sólidos, vientre plano, cejas largas y ojos color café. Si alguna diferencia había con la de ahora, había que buscar en el entrecejo, consecuencia de arrugar la frente para dar la puntada exacta en el bordado.
Recuerda, siempre recuerda, el golpe a su matriz cuando él depositaba el semen. Después de dos años de intentos, solicitaba ya, que fuese la simiente esperada.
Él espació los encuentros, y ella intuyó que vendrían tiempos complicados. Salía de su casa solamente para atender las citas que le daban en el hospital. Más de alguna vez miró a las embarazadas y le entraba el loco deseo de acariciarles su vientre. Observaba con detenimiento a las que poco les faltaba para parir. El sudor de su frente, los gestos de dolor que para ella deberían de ser de placer, cómo eran ayudadas por el marido para caminar hacia la recepción. Algunas veces escuchó palabras de aliento que les dirigía su compañero:
-Veras que todo va a salir bien. No tengas miedo.
Regresaba a su vivienda en silencio y en silencio prendía una veladora.
La doctora le repetía siempre:
-Verá que un día de estos no le baja la regla, pero le mandaré a hacer unos análisis, no se impaciente.
-Mándeme, mejor, al hospital grande.
-Claro que lo haré, sólo cuando termine de estudiarla.
Llevaba más de un año y no terminaban los estudios. Con lo ganado con sus bordados pagó una consulta privada con un especialista y comprendió que ni con el sueldo de dos años bordando podría juntar tanto dinero para seguir cubriendo consultas privadas. Una noche su esposo le espetó:
-Mi padre tuvo seis hijos con mi mama y cuatro con otra mujer.
Ese día, aseó la vivienda, lavó la ropa, se puso a guisar. Si su esposo llegaba temprano le serviría como siempre. Se bañó con lentitud, como saboreando el agua que caía por su cuerpo. Se vistió eligiendo un color blanco con franjas rojas y anaranjadas que la hacía ver fresca y radiante. Se sentó en una banca cerca de la calle de luces; música y un ajetreo de féminas que iban y venían. Recordó la voz de la vecina cuando en el lavadero hablaron de las preñeces:
-¡Puede que no sea la mujer, sino el hombre!
Caminó decidida hacía la calle de sonidos y tabaco. Antes de que llegase, fue interceptada por un sujeto muy joven que desde su carro le abrió la portezuela. Ella siguió caminando y volvió a la banca, asustada.
-No seas así, yo también tengo miedo -escucho detrás.
Ella lo miró temerosa, pero la sonrisa franca de él la confundió y sólo le hizo la seña con los ojos de que se sentara.
En la noche, fresca y olorosa a jabón, esperó a su esposo y lo incitó - con un valor desconocido- a tener sexo.
Un día, no llegó la menstruación; y nueve meses después, nació su hijo. El esposo volvió a ser el mismo: amable cariñoso y protector de la familia. Cuando el niño cumplió el año, el esposo con cariño, le dijo al oído:
-¿Cuándo me darás la niña para tener la parejita?
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