El era de Alemania Oriental; ella era de Alemania Occidental. Ambos países estaban enemistados y, para que nadie pasara de un país a otro, habían construido un enorme muro que dividía a Berlín en dos. Pero para su amor ese muro no existía. Se veían por las noches. Los soldados que vigilaban sintieron compasión y dejaban que el se subiera al muro. Cada noche el amor entre ellos crecía más y más. Sin embargo, existía un impedimento: el padre. No quería a los alemanes orientales y había amenazado a su hija si volvía a verlo. Pero a ella no le importó.
Una noche, mientras todos dormían y lo tórtolos hablaban, el padre le oyó decir al hombre que mañana bajaría a su hija por el muro para casarse con ella. Se enojó, se acercó a la ventana donde estaba su hija, sacó su arma y le dejó ir al pobre alemán una ráfaga de 5 balas. Murió al instante. Ella gritó. El padre cerró la ventana y se alejó. Ella estaba desconsolada. Pensó que ya no valía la pena seguir viviendo. Se acercó a la ventana, cerró sus ojos y se dejó caer al vacío. Su cuerpo cayó sobre su amado, pero su cabeza no. Se dio contra el suelo y murió. El padre, que ya había abandonado la habitación, oyó un golpe. Inmediatamente regresó al cuarto de su hija. Halló la ventana abierta y se dirigió a ver. Vio a su hija tendida sobre el cuerpo de su amado. El, arrepentido de lo que hizo, tiró su arma el piso y lloró amargamente. Luego de 5 segundos levantó la mirada. Vio la ventana. Tomó valor y recogió su arma. Salió de la casa y subió al muro. Apuntó su arma contra su corazón y cerró sus ojos. Después de unos segundos cayó al suelo. Aun no había muerto.
Abrió sus ojos y los dirigió a la pareja que yacía muerta. La mano de el y de ella estaban apretadas. Sonrió y expiró. Al amor de la pareja nada lo pudo separar, ni siquiera la muerte.

FIN