Más allá del deseo de la carne que penetra en la carne.
Salir en búsqueda de compañía, sentad@ en un solitario banco de algún parque de la ciudad, preferentemente, apartado, silencioso, cómplice y oscuro.
Guiándose únicamente por la señal casi imperceptible: el gesto apagado que delata; un movimiento de la mano; el fruncir de los labios en una forma que expresan sin pronunciar palabras; con la mirada que apenas resplandece en la semi penumbra de la noche; el pausado andar como quien flota entre nubes; o dejándose llevar solamente por la intuición, por una química totalmente desconocida para l@s no iniciados, por un algo inexplicable como la fuerza magnética.
Salir en búsqueda de compañía, utilizando sólo los más difusos recursos: Me puede dar fuego, por favor, sosteniendo entre los dedos temblorosos el cigarrillo durante un largo tiempo, o: Me podría decir la hora, mientras una lánguida mirada trata de insinuar, de convencer; o quizás pronunciar un nombre, para que vuelva el rostro y diga: No, y valorar por el tono de la voz si se puede proseguir, o simplemente decirle: Perdón, me confundí.
Salir en búsqueda de compañía para mitigar la crisis sentimental, sí, porque más allá del deseo, más allá de la carne que penetra la carne y hiere, lastima y satisface, están también los sentimientos, la necesidad de saberse conquistad@.
Y salir en búsqueda de compañía no significa solamente buscar el cuerpo ajeno que se acople, sino en encontrar la mitad que se anhela, la que se busca para compartir cada instante de la vida, para subsistir en esta difícil vida LGBT.
En esta ocasión, como en tantas y otras tantas, no hubo suerte y repasó con lentitud el camino hasta su casa.
Luego, acostad@ en su cama, fue el dejarse llevar por los recuerdos que le sumieron en un prolongado insomnio.
Recordó que desde su infancia, su orientación, estuvo marcada por eso que muchos llaman aberración y hasta vicio.
Desde infante, porque en la escuelita su compañía eran niñas, como lo eran en los juegos, el conversar de las cosas que conversan las niñas.
Desde la infancia, el gusto por las ropas femeninas, los cosméticos de su tía.
Desde infante, y después, ya adolescente, cuando el sexo comenzaba a aflorar gritando nuevas emociones, sentía ya el atractivo por los hombres, como aquel maestro joven, rubio, delgado, débil, inaccesible, callado y solitario, y que mil veces se imaginó internándose con él por aquellos caminos de Dios.
Ya antes había pasado por experiencias, pero estas no habían sido totales, plenas…; La verdadera primera vez fue diferente, y recordó.
Habían sido tan felices durante los dos años que compartieron sus vidas, le mimaba y protegía; cada noche le penetraba y le mordía suavemente la espalda, desde la primera vez, su primera vez, le hizo sentir aquella agradable ponzoña hiriéndolo, desgarrándole, satisfaciéndole finalmente al sentirse poseído.
La relación marchó sin dificultades hasta que llegó ella.
Delgada, de linda figura, calmada, no le importaba que fueran una pareja.
Cada tarde irrumpía en la casa con su risa, destapaba las ollas y sin ser invitada probaba la comida, compartían como tres buenas amigas.
Ella vendía ropas de uso y llegaba de tarde en tarde con cada nuevo lote formando bulla: ¡Miren las maravillas que traigo aquí!, y comenzaba a sacar las prendas del bolso: ¿Qué te parece esta blusa?
Y sacando una falda del atado: Pruébatela, para ver qué tal se ve.
Y la complacía con agrado. .
Una de esas tardes, mirándole a las tetas, expreso sin tapujos: Me gustaría tener un par así, vivir como mujer y dejar de ser tratado como varón.
Su pareja, tras un instante de vacilación, sólo alcanzo a decir: jamás me han gustado las mujeres, después, dio media vuelta y se fue a la calle.
Nunca más, le volvió a ver.
Desde entonces recomenzó la búsqueda de compañía, con la esperanza de encontrar un compromiso estable, aunque sólo aparecían parejas eventuales, míseros profanadores de una noche, simplemente alentados por la carne, excitados únicamente por el placer.
Hasta que sin esperarlo apareció el, no era rubio ni delgado, no tenía los ojos azules, sino negros, muy negros bajo el oscuro pelo ensortijado, muy distinto de su ideal.
Resultó dulce y dócil, complaciente.
Durante algunos meses transpiró felicidad.
¿Qué más podía pedir? Ya su edad rebasaba los 45 años y el pelo se estaba perdiendo y la piel mostrando señales de cansancio y su vigor, bueno, su vigor ya no era el mismo, ¿para qué negarlo?
Y su pareja, era mucho más joven, tenía que cuidar esta relación, escoger los amigos comunes, complacerlo, tolerarlo en sus caprichos, comprenderlo en sus fugaces fantasías, saciarlo de amor, hacer que se hundiera cada día más en aquel pozo de su goce y su cariño, sujetarlo por siempre junto a sí.
Un día le vio recogiendo sus cosas, la mochila ya estaba hecha, le preguntó qué hacía, y le respondió mirándolo a los ojos: Sucede que he comprendido que no puedo estar más a tu lado, eres sensible, tiern@; no tengo quejas de ti, sólo que… ¡Extraño mi libertad!
Déjame ir en paz, quedemos como amistades y se acercó para darle un tierno beso en la mejilla.
No opuso resistencia, la suavidad de la ruptura le había anulado.
No supo qué decir, qué hacer, y cuando salió de la casa sin mirar atrás, se tendió en la cama a estremecerse en llanto amargo.
Le ahoga nuevamente la soledad, así tendría ahora que enfrentar la vida, malgastar sus noches, soportar las miradas inquisidoras de quienes no comprenden...
En soledad y forzad@ a salir en búsqueda de compañía, comenzar a buscar el cuerpo ajeno que se acople al propio, utilizando sólo como armas los más simples recursos; y más allá del deseo, de la carne que penetra en la carne y hiere, lastima y satisface, la necesidad de saberse acompañad@, encontrar la mitad que se anhela, la que se busca para compartir cada instante de la vida, porque también su cuerpo era habitado por un alma, donde latía un corazón.
Desde Tijuana BC, mi rincón existencial, lugar donde el dolor escurre silencioso.
Andrea Guadalupe.
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