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Entré a la tienda, aún un poco desubicada, el hombre robusto se acerco a mostrarme aquellos pantalones que estaban tan de moda entre las chicas, no se siquiera porque me encontraba allí, el insistía en que comprara uno por $70.000 pesos, pero de un momento salí del letargo y le mencione que en realidad no necesitaba ninguno, que no entendía por que lo ofrecía.

El hombre me miraba con cierto recelo y me decía que hacía un momento yo había estado allí con el ánimo de comprar una prenda pero había salido sin razón. Ante mi negación y desconcierto evidente se ofreció a enseñarme las grabaciones de la tienda, a lo cual yo accedí.
Al acercarme al mostrador me percaté de la presencia de dos gatos que reposaban a su lado, uno de ellos me atrevería a decir que era negro, no lo recuerdo muy bien, sé del otro, un gato blanco un tanto extraño, con pelo crespo, que descansaba tirado boca arriba. Al parecerme tan simpático me acerqué a acariciarlo y en ese momento sentí como una de sus uñas, de extraña contextura, se enterraba con fuerza a través de mi dedo, el dolor era insoportable, casi puedo sentirlo al recordarlo.

Para mi asombro, nadie en la tienda se acercaba a ayudarme, nadie corría en mi auxilio. El gato me miraba fijamente a los ojos y como nunca lo había sentido, tuve un temor indescriptible, quise ahogarlo con mi mano pero parecía como si estuviera a total disposición de él, mi cuerpo se encontraba por no decir más, petrificado.

En ese momento podría haber sido atacada de cualquier forma sin tener la capacidad para librarme de ello y estaba condenada entonces solo al dolor.

Tras lo que pareció una eternidad, al fin me encontraba libre y el extraño gato blanco había decidido dar la vuelta y marcharse, creo que el gato negro continuó en su sitio pero ante tales acontecimientos no quise molestarle. Así fue como me enteré de aquel demonio.

El hombre que colaboraba en la tienda se acercó silenciosamente a mí, tomó mi mano, la examinó y tras una exhalación se alegró de mi buena suerte. Mencionó entonces que había sido yo privilegiada al no haber recibido el ataque en el rostro, quizás pudo haber atacado mis ojos y por ende, obligarme de por vida a caminar a tientas.

Cada episodio era más inexplicable que el anterior, los acontecimientos sucedían sin previo aviso y de repente me encontraba en otro lugar sin tener conocimiento de cómo había llegado hasta allí. El temor me acechaba sin medida, me encontraba rodeada por una multitud incalculable que me impedía desplazarme con soltura. El ruido era bochornoso entre todas aquellas personas que se estrujaban entre sí de forma inhumana, olía a desespero, a pesadumbre y en el edificio tras el jardín, no quedaba libre una sola ventana. Solo se veía el negro de las vestiduras, el gris del cemento, el verde opaco de una naturaleza marchita.

De nuevo, como si se jugara adrede, la conmoción se hallaba en el patio trasero de alguna residencia. En este punto conocía ya el peligro que me acechaba, era como si aquella mujer pudiese leer los pensamientos y obrara anticipadamente. Producía escalofrío el simple hecho de mirar la curvatura de su boca simulando una sonrisa, era como si en ese instante, la tierra misma se abriera y te encontraras rodeado de demonios del llameante averno. Sus ojos, esos ojos profundos y cavilantes los había visto anteriormente cuando experimente el dolor en mi dedo, allí revivía el dolor, pero ahora era acompañado por un retorcimiento de los órganos internos, quemaba la piel como si se derritiera ante el calor de ese infierno, era la muestra de superioridad y defensa del yugo que me aquejaba, no solo a mí, habían más almas dispuestas en cuerpos con rostros conocidos que caminaban a mi lado, no los recuerdo pero sé que vivían y temían como yo. Era hora del festín.

Nos desplazábamos en descenso a la parte central del recinto, liderados por aquella mujer de traje amarillo, pantalón negro, cabello largo, rostro atemorizante y que portaba algunas cadenas que descendían desde su cintura, imperceptibles para mis acompañantes pero no por ello silenciosas. Ese tintineo que producían al caminar era el anuncio de un fatal destino que doblegaba las almas. Recordaba de nuevo el gato en el mostrador, su mirada, era una imagen imborrable. Comprendí entonces por qué no habían acudido en mi auxilio. Vi deambulando de un lugar a otro a la multitud, cubiertos con capas del color de la noche, con sus ojos sangrantes y en las cuencas el vacío del orco.

No resistía más esa tribulación a mis sentidos. Ahuyente de la mente los episodios futuros y sin reparo alguno clavé el cuchillo insistentemente en su espalda. Era el mismo terror de morir en sus manos lo que me daba fuerza suficiente para atacarle, para tomar sus cabellos y con decisión, lanzarme a generar un corte decisivo en su cuello. El cuerpo fue derribado y de forma impredecible el todo se redujo a un espacio obscuro de cuatro paredes donde la estridente risotada agobiaba los sentidos y aquejaba el alma. No bastaba para doblegar la venganza, la necesidad de salvación.

Ahogaba con gritos de furia esas voces y una vez tras otra, enterraba el cuchillo en ese demoníaco cuerpo. Me percaté de cortar uno a uno sus dedos, le había descubierto, sabía que con anterioridad usaba aquel disfraz, pero ahora le conocía y no correría el riesgo de sufrir de nuevo aquel dolor. En una bandeja iban siendo depositados los cinco, diez, veinte dedos, mientras con fuerza sujetaba aquella figura decapitada que forcejeaba para liberarse.

Aún vivía en las tinieblas. Los esfuerzos eran infructuosos. En un ataque de ira saqué su corazón que latía con ahínco. Parecía entonces una gran roca que ilógicamente se albergaba en el pecho de un humano. Rompí su estómago y sus órganos con desespero, buscando entre ellos la naturaleza de aquel mal. Cada vez era más agobiante el calor, mas discordantes las risas, más turbadora la mirada. Sentía como estaba siendo llevada por el demonio al infierno mismo, pero yo insistía en matarle.

Dedos, corazón, demás órganos, todos dispuestos en bandejas de plata a un lado del mesón donde se hallaba el cuerpo. Ahora sajaba su columna, quitaba su piel. Era necesario encontrar el origen, el escondite. Abrí su útero y ¡allí! … La trampa. ¡Qué apariencia dulce! ¡Qué tierno reposo! Pensé un momento en retroceder pero la irracionalidad me poseía y al momento de abrir los ojos, el cuchillo ya había traspasado el diminuto ser que se encontraba dentro. Le había hallado. Cadenas, chuzos, mazos, la tortura materializada, todo estaba allí. Para entonces, las risas habían cesado, la obscuridad comenzaba a disiparse, esa turbadora mirada se esfumaba y yacía frente a mí, su cuerpo por mis manos descuartizado.

Texto agregado el 21-01-2014, y leído por 139 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-12-2015 Muy bien llevado , el relato es como una pesadilla, imagenes que se difuminan para dar origen a otras, Algo muy bien logrado. adelsur
 
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