Como era chiquita y felina de movimientos, todos concordaron que la pequeña sería denominada como Gatita. A sus cortos años, ya dejaba entrever los brotes de una personalidad férrea. Tal hecho le permitió ser considerada siempre como la mentora de cuanta tropelía cruzara por su mente. Chicos aún mayores que ella, la obedecían en todo, a sabiendas que corrían el riesgo de sentir el chasquido de los correazos por sus lomos y piernas.
Empingorotada como era, Gatita urdía cada día una nueva tropelía, pero la mejor de todas fue cuando se le ocurrió fabricar unas exquisitas humitas de barro. Tomando en cuenta que su abuelita había dejado lista una buena cantidad de este bocado veraniego, desechando varias hojas de choclo que le habían sobrado, Gatita se apoderó de ellas para cumplir con su objetivo.
Unas quince fueron las humitas que alcanzó a fabricar, ayudada por sus acólitos, quienes se encargaron de juntar el barro para rellenarlas y además, trozaron las hojas para envolverlas. Todo estaba a pedir de boca, pero a Gatita se le ocurrió que era necesario hervirlas tal y como lo hacía su abuela. Partió pues la chica a buscar fósforos para encender un fogón dispuesto con ramas y papeles, sobre el cual se colocó enorme cacerola en donde su madre hervía la ropa.
Como la niña no encontró fósforos por ninguna parte y sabiendo que habría sido ocioso pedírselos a su madre o su abuela sin esperar un rotundo no de ambas, se premunió de su bicicleta y partió rauda a conseguirse una caja. La casona era inmensa y salir de allí sin ser vista era una de sus especialidades.
Pedaleó la Gatita por las anchas calles en busca de un negocio abierto. Su bicicleta no tenía frenos, así que sólo debía pedalear en reversa para detenerse. Pues bien, tras una frenada, la pequeña tomó impulso para agarrar velocidad y ese fue el momento en que todo cambió para la inquieta chica.
Una enorme piedra sobresalía en la calle sin pavimentar y allí mismo fue donde el piecito de Gatita se estrelló. La bicicleta rodó por los suelos, y la valiente Gatita, conteniendo el dolor, se olvidó de su compra y encaramándose sobre su rodado, partió como pudo, rumbo a su casa.
Cuando entró al amplio patio, recién allí se desprendió de ese algo que se parecía en mucho a un embrión de dignidad y lanzó un berrido que espantó a las mujeres de la casa y obligó a retirarse en masa a los cómplices de la pequeña.
El resultado fue la uña del dedo gordo volada de cuajo, curaciones y reprimendas surtidas. De las humitas, nadie más se acordó.
Gatita creció, pero las anécdotas se sucedieron, como aquel día en que le pidió al carnicero que le vendiera un pollo destrozado.
-¿No será trozado, señorita?
La ahora jovenzuela, se ruborizó y sólo atinó a sonreír con timidez…
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