Es casi medianoche, he aprovechado que por fin te quedaste dormido para poder relajarme y ver una película. La historia fluye sin pausa, las imágenes son maravillosas, pero no logro concentrarme enteramente, de un tiempo a esta parte, mi mente se encuentra dividida, una de ellas te persigue a todos lados y la otra es la que a duras penas utilizo para lo demás, esa situación es agotadora.
En medio de la sala, sentado en una silla, iluminado solamente por la luz del televisor, me siento un poco solo y eso me sorprende. Antes de ti la soledad era una compañera acogedora, ahora resulta extraña y chocante como una impredecible intrusa.
La protagonista de la película termina de contar la historia de la muerte de su hija de apenas cuatro años de edad, una muerte absurda, bizarra, como son todas las muertes de los niños. La angustia se apodera de mí, siento el deseo irrefrenable de ir a tu cuarto, dejo de ver el film, me paro de la silla, abro la puerta de tu cuarto y te contemplo, pequeño, diminuto, adorable. Me acerco a tu cama, estás dormido, tu pechito se infla con tu respiración, el alivio recorre mi cuerpo como un leve calorcito. Observo tus ojos, manos, piernas y me parece increíble tu existencia. Un milagro, pienso, un milagro, ¡aleluya!, exclamo bajito, en un susurro, y me quedo a tu lado toda la noche en vela, vigilando tu sueño.
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