Tenía diez años Álvaro la primera vez que pisó suelo ecuatoriano. Extenso viaje antes de llegar a la calurosa Tumbes cruzar luego el río fronterizo y arribar a Huaquillas, poblado de vivaz comercio. Mientras sus padres hacían los tensos y desconfiados trámites aduaneros se entretuvo mirando la enorme bandera amarilla azul y roja que flameaba del otro lado y se extendía hasta crear una sombra ondulante en suelo peruano. La imagen de la tela integrando el espacio de dos países cercanos y distantes se asemejaba a las relaciones entre los dos pueblos: sinuosas luces y sombras, avances y retrocesos de una vida cruzada de imágenes, pocas veces de hechos ciertos.
La tensión se disipó cuando pasearon Huaquillas sin incidentes y comieron unas piñas frescas y diminutas que tenían la miel en sus jugos. Álvaro observó a gente amable, sonrientes cobrizos y sin ninguna diferencia con sus compatriotas. Hicieron compras y cruzaron de nuevo la frontera con ropa de buenos precios y la sensación extraña de haber visitado territorio “enemigo” sin ser apresado ni molestado. Un artefacto eléctrico que la familia adquirió fue “pasado” por la frontera por una especie de “coyote” ecuatoriano que dejó la mercadería en la puerta de la casa convenida. Al responder al timbre, el “pasador” estaba allí, como espía peligroso, delgado, distante pero con una textura que lo hacía parecer a cualquier vecino contiguo, parte de un mismo pueblo y sólo habitante de territorio distinto. Las enemistades y los odios ficticios no impiden que el dinero y los hombres circulen en libertad por fronteras resguardadas con minas antitanques y cuarteles armados hasta los dientes. Era la conexión subterránea, centenaria, que los políticos cercenan para beneficio de nadie.
Regresando a la seguridad de su lugar, Álvaro se imaginaba los caminos que iban a Guayaquil y Quito. ¿Iría alguna vez?, Si lo hacía, pensó, sería con equipo de combate y el ánimo de conquista. ¿Si no, para qué sirven los libros de historia?
En los meses siguientes la ropa ecuatoriana fue útil para despertar la curiosidad y la sana envidia de los amigos y sentir que cada vez se hacía más chica e inútil. Pasados unos años Álvaro, volvió a Tumbes por un encargo laboral que le dejó tiempo para recorrer Huaquillas con el interés de visitar recuerdos y observar los ánimos que se vivían en medio de renovadas tensiones fronterizas que parecían desbocarse y arribar a una guerra que tenía cara de verdad. Con los amigos recaló en Puerto Bolívar, aguas tranquilas donde servían ese caldo negro repleto de conchas negras, potaje de dioses solteros. Luego de un par de copas cabernet de preciso maridaje, se animó a tomar unas fotos del sol cayendo sobre la belleza del mar pacifico y los manglares que compartían las dos patrias.
¿Quién dio el aviso?, nunca lo supo, ¿quizá el dueño del establecimiento o algún patriota herido de ver sus muelles fotografiados por el enemigo? Lo cierto es que en minutos fue interceptado por ecuatorianos con uniforme de combate y conducido con cierta rudeza a la gendarmería de la zona. De nada valieron los reclamos de los amigos. Previa incautación de todos lo rollos que guardaban sus bolsillos, fue sometido a un violento interrogatorio que apuntaba sin equívocos a declararlo “infiltrado agente enemigo entrenado para preparar el desembarco de zodiac peruanos en Puerto Bolívar”. Fueron horas interminables de verificaciones, preguntas repreguntas y de una llamada al Perú con voz de auxilio que terminaron a medianoche arrojado de un vehiculo militar en la misma línea de frontera. El sello en el pasaporte decía: “sin permiso para ingresar a territorio ecuatoriano”.
¿Qué hacer cuando las fuerzas ciegas de la vida se cruzan con los deseos simples de gentes como Álvaro que solo anhelaba recordar sus años juveniles en territorio hermano y latinoamericano, extraño y vedado ahora para él? Nada, absolutamente nada. Sólo dominar el deseo de congelar el atardecer de un puerto que sintió igual a cualquier caleta de pescadores de su patria. Se hizo la promesa de no volver a cometer el mismo error, evitar quizá para siempre un espacio vecino que era la continuación de sus parajes, de sus costumbres y de sus olores. Quedó herido y con la certeza de que pasaría mucho tiempo antes de que los dos países tuvieran armonía y paz en sus fronteras. Más tarde, la guerra que se anunciaba terminó estallando y poniendo en vilo a las cancillerías regionales y haciendo frotar las manos a los traficantes de armas. Felizmente no duró mucho la contienda y la paz firmada luego parecía tener consistencia y continuidad. Cruzó los dedos
Fue por esos meses posteriores a la firma del acuerdo que una delegación de turistas ecuatorianos arribó al hotel que Alvaro dirigía ocasionalmente en Lima. Bulliciosos y optimistas, el grupo mixto tomó gran parte de las instalaciones e hizo suyos los ambientes, como se llega a casa amiga. Luego de intercambiar datos, recuerdos, información y alguna broma “bélica” se dio cuenta que se abría una etapa distinta para los dos pueblos, de acercamiento franco y sincero. Entre los viajeros estaba una mujer que apenas acomodó su equipaje le pidió a Álvaro le indicara de algún lugar donde reparar su máquina fotográfica. Aficionado a esos menesteres no demoró en darle solución al sencillo problema. Continuaron después hablando en varias oportunidades, auxiliados por eso que los entendidos llaman “química”. Terminaron saliendo a recorrer Lima cuando el grupo volvió de conocer el ineludible Macchu Picchu. Jimena era madre de dos niños que quedaron con el esposo en Guayaquil. No le amaba, le contó, y su viaje era una manera de disipar sus conflictos y desavenencias. Lo mío, le dijo, fue un compromiso forzado por esos rezagos medioevales que obligan a las mujeres a casarse con el novio que las desvirga. Tradiciones absurdas que tuve que honrar si quería ser aceptada en mi exigente entorno familiar. Congeniaron ambos, Álvaro salía de un desafortunado noviazgo que iba dejando atrás con dificultad y Jimena le escuchó con la atención de saberse tributaria de reinos similares.
¿Cómo se organiza la suerte, el destino?... ¿porqué ella y su grupo eligieron el hotel de Álvaro sin señal previa que los conectara? ¿Y porqué la maquina fotográfica averiada lo encontró dispuesto, en las pocas horas que pasaba en el hotel? ¿Cómo se construye el futuro?, ¿qué conexión existe entre Huaquillas, Puerto Bolívar una guerra que se acaba y un hotel prescindible perdido entre ocho millones de limeños? Las preguntas sin respuesta fueron para Álvaro maneras de ubicarse en medio del creciente interés por Jimena y de los apresurados días de viajera deseosa de ver y comprarlo todo. Camino al aeropuerto le dijo que le esperara en Guayaquil. Sí, tienes que visitarme, hacer ese viaje pronto, te recibiremos en paz, le contestó sonriente Jimena. Se despidieron en medio de recuerdos intensos de una ciudad que a Álvaro le pareció distinta recorriéndola juntos.
Las semanas siguientes continuaron comunicados. Eran cortos momentos que ella hurtaba a la empresa de asesoría jurídica y financiera en la que trabajaba y él distrayendo sus horas tranquilas de administrar el negocio. Redondearon las confidencias que se hicieron estando cerca. El le amplió la historia de la chica esa que lo abandono para casarse con su mejor amigo y en plazos diminutos. Ella le añadió la historia de un argentino, Kike, que conoció en un viaje a Miami. Ya no es parte de mi vida, mencionó, lo fue un tiempo corto que me hizo pensar en la posibilidad de separarme. Álvaro acusó recibo de la información y pensó que era mejor saberlo por anticipado, la perfección es enemigo de lo bueno, pensó, ¡qué se hace! Poco antes de verse en Guayaquil sintieron que la vida les abría una oportunidad de ser felices, inclusive hablaron de establecerse en Lima o en cualquiera de ésas ciudades que Álvaro imaginó conquistar en su primer viaje a Huaquillas. Jimena oía con discreta emoción y dominando sus inquietudes.
Mientras esperaba su turno en la aduana Guayaquileña, pensaba si mantendría la condición de indeseable que ya no lucía su renovado pasaporte. El funcionario le miró con desconfianza antes de preguntarle el motivo de su viaje. Contestó sonriente: “por amor”, fingió no escucharle y le puso el sello de “aceptado, por negocios” pero luego reaccionó, a media voz: ¡nos quitan tierras y encima se llevan a nuestras mujeres!, ¡que carajo! Sí, éramos iguales peruanos y ecuatorianos, pensó sonriente. Jimena lo esperaba detrás de las vallas de protección. Menuda, orgullosa, con la elegancia que conoció en Lima y que parecía evadir el calor sofocante. Un abrazo discreto de viajero de negocios selló el encuentro que parecía el preludio de una historia singular. Con un tono de confesión le advirtió: ya sabes, no me beses en público ni te acerques demasiado, aquí tengo muchos conocidos, guárdate para Quito, prepárate, que nos vamos mañana. Tengo los pasajes separados, ¿contento? Y cómo no estarlo, solos para conversar y conversar que era lo mejor que ambos sabían hacer, además Quito, ciudad serrana como las de su niñez, guardando historias de Bolívar, Sucre, y esa enorme recuperación urbana de la que había leído y escuchado.
Almorzaron en el hotel después de amarse con la intensidad que habían preparado antes. Se desvestían desde el ascensor y apenas cerraron la puerta se juntaron como dos seres unidos por el destino en su lado más débil y en sus propósitos más inciertos. Cuando se retiró Jimena apurada con sus horarios, pensó que el amor le visitaba de nuevo con sensaciones inéditas que le hicieron sentir que ella podía ser la compañera que esperó por tiempo. Pero no deseaba ilusionarse en exceso, sabía que esa actitud era como jugarse el sol antes de que amanezca. Habían planeado algo del futuro, pero Jimena no había prometido separarse de Oscar. Lo suyo era una entrega sincera, sí, pero sin rótulos, sin definiciones claras. Había que esperar.
¿Te das cuenta que somos el mejor ejemplo de la paz firmada?...le dijo Álvaro mientras el volcán Pichincha con sus nieves apaciguadoras del fuego se recortaba en el horizonte. Y espero que no se repita la guerra, le contestó Jimena con la ternura que preludia distancia severa, porque no estaré de tu lado en ese momento. La miró como si la viera prisionera en su campo, a su merced y decisión, impedida de alejarse. Pero no, con ella no había vallas ni subordinaciones posibles; confundía su voz delgada, el brillo de sus ojos, no, ella podía atravesar fronteras minadas y regresar a su lugar con la sonrisa diminuta que nunca pudo ser carcajada.
Fría la mañana en Quito, tejas de arcilla roja, tensión de ciudad serrana, contrita, como frenada en sus sentimientos, distinta a la bulliciosa y abierta Guayaquil. Un general de la “guerra” gobernaba la ciudad con éxito, túneles y pasos a desnivel que atravesaban los andes aligeraban el transito y le otorgaban el perfil de gran capital. El taxista habló de la enemistad de la costa con la sierra, con expresiones que no eran pasajeras, livianas. No, eran de la misma fiereza con la que seguramente se hubiera referido a los peruanos. No lo atices más, le advirtió Jimena en voz baja, ya sabes cómo se quieren Guayaquil y Quito. Le hizo caso y con buen ánimo se refugiaron en el Howard-Johnson entre República y Alemania, cercano al Parque La Carolina para salir luego en busca de la ciudad vieja, a caminar los desniveles, museos y por los alrededores del palacio de gobierno. La bandera allí flameaba enorme, orgullosa, como el día en Huaquillas, en qué se pensó conquistador sin imaginar que ataría sus manos, vencido y cobijado bajo los amarillos, azules y rojos de la orgullosa tela.
Quito se extiende por valles y quebradas y se eleva hacia el cielo, el sol alumbra con tonalidades amarillentas y blanquecinas que hacen difícil saber la hora que se vive. Se acercaron a la casona que ocupó Sucre con su amada quiteña, se respiraba su presencia en cada mueble o habitación, atisbaron también los vestigios de Manuelita Sáenz y Bolívar y en la iglesia de San Francisco, ante el altar mayor, dijeron aceptarse como pareja para siempre. No faltó eso de “puede abrazar y besar a la novia”. Ya en el Tianguez, cafetín pegado a las paredes franciscanas, coincidieron en que había tres maneras de abrazar. O tu pareja te subordina y te abraza como si cobijara a un ser que conjetura requiere cariño y tutoría o se cobija bajo tus brazos, sometido, pidiendo protección. La otra forma es el abrazo de iguales que entrelaza dos almas, dos sentimientos, sin pedir nada a cambio de la entrega, solo entretejerse para entregar la libertad. Conversaron hasta el amanecer recordando la promesa del templo cristiano. Jimena habló de todo lo que quedaba en su memoria, sabiendo que sería la única ocasión que pasarían juntos la noche entera. El amor fue el amor, con todos los detalles de rostro, miradas y cuerpo que el amor tiene cuando es amor. A medianoche telefoneó a su casa en Guayaquil. Habló con Oscar y sus hijos. Extraña experiencia, ubicado en la nada, apenas una presencia etérea, circunstancial que observa una conversación real, fáctica, de aquellas que existen y perduran para no morir jamás. Les alcanzó el tiempo para comer un dulce de higos y queso en el último nivel de un edificio situado en una esquina de la plaza Santo Domingo. La explanada que se divisaba abajo parecía un milagro dominico, balanceándose en el desnivel de la pendiente, con la iglesia sostenida por el vacío con el celeste del cielo como fondo.
El corto tiempo de Guayaquil fue para recorrer la cuadricula fundadora del barrio antiguo de Santa Ana y caminar las orillas del remodelado malecón. ¿Sabes que los constructores de las obras fueron peruanos? ¿Y conoces que el arquitecto diseñador es también peruano?, le contestó Álvaro. Sí, Zubiate, el bueno y loco de Manuel. El Perú y Ecuador hermanados en el río, alejados de la guerra, y de puertos bolívar que bloquean la hermandad, con las manos entrelazadas de amantes que veían bajar el agua lenta, arrastrando limo fértil y una flores enormes que parecían barcazas naturales.
No fueron frecuentes los viajes pero sí prolongadas las discusiones a la distancia. Álvaro pidiendo el final del hogar, Jimena aferrándose a los últimos vestigios de lo que parecían ser los días finales del infeliz matrimonio. Separó su habitación del esposo y pareció iniciar la etapa final. La familia cercana participó de los procesos visibles, se alarmó, colaboró para sostener lo que nadie parecía detener. Jimena pedía tiempo, comprensión: no puedo hacerlo en tus plazos, déjame hacer mis tiempos, diseñar mis decisiones. Sí, de acuerdo, comprendo pero no puedes postergar una decisión que la realidad ya hizo inevitable, nada más hazlo, hazlo y ya. Así, la tensión, la quietud, los silencios. Y de pronto lo indescifrable, lo inesperado: Jimena un día cualquiera eligió su familia, su casa. Mi hogar es un páramo desierto, es agonía, tristezas diarias, un desastre, pero igual aquí me quedo, Álvaro. Con mis hijos, con Oscar que me necesita, no quiero un padre distinto para ellos. ¿Qué dices, qué no te vas?..., ¿porqué este giro inesperado?, no puede ser, piénsalo…no, ya lo pensé, no daré otra versión, no insistas, he decidido, mi amor no tiene nada que se le parezca, te amo, te quiero, todo junto, pero no dejaré esto poco por ti, ni por nadie. Claro como el cielo azul quiteño, sencillo de entender como el marrón del río con sus barcazas de flores, parecía definitivo, Jimena se quedaba con sus hijos y Oscar. Silencio, ira también, resignación, nada había que hacer ni añadir, sólo iniciar la retirada, como los soldados de la guerra que regresan de una invasión fallida, después del armisticio, demacrados, con la vida en jirones expuesta sobre el uniforme y con el rostro marcado para siempre.
Se espaciaron las conversaciones, detener los dedos que se movían en la dirección norte, dejar de cavar en el mar, en las arenas de la ruta del sol. “Haré mi vida aquí, Jimena” y hacerlo fue para Álvaro perderse en noches malgastadas, amaneceres con la luz del sol apareciendo. Caminar sin las fronteras que instaló por ella en sus quehaceres diarios, perdiéndose en las brumas de una depresión que lo atrapó porqué sabía dónde encontrarlo. Jimena en algún momento, quizá con el afán de recuperar algo de la magia extraviada, le entregó una variable a su decisión: vivamos así, vienes con frecuencia y buscamos una manera distinta de ser felices. Un no rotundo fue la respuesta, quiero hogar, familia y no esa torcida manera de sentir el dolor a cucharadas.
Y Alvaro continuó hallando consuelo falso, inútil en sonrisas vacías, en horas truncas, insustanciales. Lo comentaba con Jimena, detalle a detalle, como también le soltó de improviso su nueva alternativa: me instalo en Guayaquil Jimena, total lo que hago aquí lo puedo hacer igual en tu ciudad, cierro todo, organizo mis cosas y ya, me voy. No lo hagas así, le dijo ella, no me hallarás aquí para ti. Además mira lo que haces en Lima, traicionas nuestra relación, la destruyes, me haces a un lado, como si yo estuviera ausente de tu amor. Veo que aquí harías lo mismo. Álvaro, terco, confundido pensó que ganaría la guerra en una batalla final. Iré, le dijo, y hablaremos.
Jimena le otorgo unos minutos, eso fue todo lo que pudo conseguir. Nos veremos en el Mall del Sol, dijo Jimena. No, no hay otro lugar posible, además estás cerca a tu hotel y próximo al aeropuerto. Te acomoda bien. Seria, distante, tenemos media hora, vendrá Oscar por mí con los chicos. Álvaro no tenía alternativa, pensó que el viaje había sido inútil. Se sentaron sobre una banca de madera calada. Presentía que no se verían más. Se acabaron los minutos sin precisar nada, sólo frases entrecortadas que preludian un final inevitable, sin distensión ni fronteras delimitadas. Y Oscar apareció hacia el fondo de los pasillos, de la mano de los niños. La dejó ir, siguiendo de cerca sus pasos, como se sigue a una sombra que se aleja dejando un campo minado, en escombros. Divisó al marido que le dejaba un beso en la mejilla, distendido, ignorante. Pasó Álvaro por el costado de la familia, rozando los dedos de Jimena y mirando a los ojos del compañero, tratando de hallar allí alguna noche robada a su amor. Se instalaron en un café mientras Álvaro se marchaba, los observó unos minutos por los ventanales, con descaro, con fijeza. Jimena nerviosa, arreglaba a sus hijos en los asientos.
Fue la última vez que se vieron. De paso al terminal, frente al río, con las flores como dioneas tropicales deslizándose suaves, discretas, escribió una nota que arrojó a las aguas. Mezcla de protesta inútil contra los desamores, los planes incumplidos, recordando Quito y su perfiles de ciudad aérea, escarbada en las colinas de América. Al revés de aquellas ideas de conquista de sus años iniciales quedaba él cautivo para siempre de una patria que aprendió a amar y que extendió la suya, la hizo más grande y latina. De lo demás nada iba quedando, siluetas de humo disipadas por la brisa porteña. De nuevo la bandera flameando frente a las aguas. Recordó la de palacio de gobierno, saludando al viento, amarilla, azul, roja, inmune al cumplimiento del ciclo eterno de la redondez de los actos, el círculo del cielo y el infierno.
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