Una Tarde de Abril
Aquella noche, no pude rechazar la invitación de ellos a beber en la cantina de Pabilo. Estaba por terminarse la celebración de Semana Santa. Las calles estaban atestadas de gente. Miles de comuneros habían llegado a la ciudad para participar en el concurso de las alfombras de flores. Casi todas las calles de la pequeña ciudad se cubrían con incontables alfombras elaboradas con flores seleccionadas, con dibujos a cada cual más vistoso y original. En la madrugada salía la procesión de la catedral y lentamente iban pasando con esas maravillosas ofrendas olorosas que los campesinos habían trabajado laboriosamente durante horas. Cientos de turistas tanto de la capital como del extranjero, se maravillaban del espectáculo. La gente circulaba toda la noche, bien abrigados, muchos bebiendo licor y fumando incansablemente, caminaban sin descanso.
Así había sido desde hace más de 50 años. Una de las ciudades más visitadas por la Semana Santa en todo el país. Era la fecha del re-encuentro de viejas amistades. Y justamente, después de terminar mi trabajo, no pude evitar encontrarme con Vicente, su hermano Francisco, el cuñado: Rolando y unos tres amigos más. Me reconocieron a la distancia, y por más que quise evitarlos, no pude. Así que entramos al bar del famoso Pabilo, ubicado muy cerca de la Plaza de Armas. El bar estaba atestado de gente. Pero Pabilo siempre amable, nos puso una mesa extra. Nos conocía hace años y sabía que bebíamos hasta el muere. Vicente que había regresado de trabajar en el Medio Oriente, en una compañía petrolera era el que tenía más lana. Del saque invito un par de cajas de cervezas y 4 cajetillas de cigarrillos. Así empezó en re-encuentro. Todos habíamos estudiado en el mismo colegio, aunque en diferentes épocas. Habíamos compartido las mismas aulas, las broncas con el colegio rival, le habíamos sacado canas verdes a los mismos profesores y enamorado a las chicas del colegio de monjas. La conversación versaba sobre los temas de siempre y además de los planes que tenían a futuro. A las dos cajas iniciales, le siguieron muchas más. Bebimos hasta las 9 de la mañana. Más de una vez se tuvo que evitar que algunas discusiones que nunca faltaban llegaran a las manos. Siempre fue así, tomar hasta el muere.
Logré resistir hasta el final. Después de tomar el famoso caldo de gallina, nos despedimos y cada quien se fue a descansar. Apenas recuerdo como logré llegar a mi casa.
A la mañana siguiente, a eso de las 2 de la tarde me volví a cruzar con el grupo, estaban en la plaza principal. Vicente se había comprado una pick up Ford de color blanco y se aprestaban a visitar Buenavista, una ciudad cercana que se encontraba ya en ceja de selva. Un lugar muy atractivo por el calor, la buena comida china y la posibilidad de bañarse en su río, que era el típico río de selva, ancho y a veces muy caudaloso. Me invitaron a ir con ellos, yo me disculpé diciendo que tenía mucho trabajo aquel día. Insistieron mucho, estuve tentado a seguirlos. Iba con ellos, Maritza, la bellísima prima de Vicente. Pero la verdad es que estaba muy atrasado con mi trabajo y al final desistí en acompañarlos.
Me pasé toda la tarde atendiendo el negocio de mi padre e incluso tuve que quedarme hasta casi las 10 de la noche para hacer el cierre y dejar las cuentas listas.
No fue hasta el mediodía del lunes que se regó la noticia por toda la ciudad. Al principio fueron rumores confusos y contradictorios. Poco a poco se fue aclarando el panorama, hasta que finalmente se conoció lo sucedido, gracias al acucioso informe de un reportero que viajó hasta la zona.
Dicen que todos llegaron hasta la zona de Pampa Bonita, allí cruzaron un estrecho puente hasta la otra orilla del ancho río. Allí se quedaron para almorzar y tomarse varias cervezas. A eso de las 3 de la tarde, Vicente, ya picado por el trago se le ocurrió lanzar un reto a todos ellos, dijo que iba a cruzar el río nadando. Por más que las chicas, sus hermanos y cuñado le rogaron que no lo hiciera, no pudieron evitar que cometiera semejante desatino. Vicente se lanzó decido a las aguas del río y empezó a bracear muy fuerte, cuando había llegado a la mitad del río, parece que se le agotaron las fuerzas: la amanecida del día anterior le pasaba la factura. De pronto su cuñado se dio cuenta que el río empezaba a arrástralo. De inmediato él y su otro cuñado subieron a la pick up y cruzaron rápidamente el puente para llegar a la otra orilla, donde un camino estrecho y accidentado corría al lado del río. Avanzaron apenas un kilómetro y justamente llegaron a la curva del diablo, un lugar donde el camino parece seguir de largo, pero termina en una curva muy cerrada. En su desesperación el cuñado de Vicente se siguió de frente y cayeron a un abismo de unos 15 metros. El hermano de Vicente que iba en la tolva salió despedido y la pick up le cayó encima, el cuñado se aferró al timón, pero con el tremendo impacto al estrellarse con una roca, el timón le perforó el hígado. Ambos murieron instantáneamente, jamás pudieron ayudar a Vicente, el mismo que fue hallado después de dos días, decenas de kilómetros río abajo. Parece que lo atrapó un poderoso remolino de aquel río y recién lo soltó después de muchas horas. Cuando lo hallaron, su cuerpo estaba terriblemente hinchado y había perdido ambos ojos.
De eso han pasado más de 30 años. A duras penas recuerdo al padre de Vicente, ya anciano, acompañando tres ataúdes al cementerio de la ciudad. Yo acompañé de lejos al cortejo fúnebre. De alguna manera aquella tarde quedaron enterradas junto con ellos, los sueños y la insolencia de una juventud que no le temía a nada.
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