La librería del Hombre Gris
La librería de la calle Santa Sofía siempre me pareció un lugar especial. Era un pequeño local insertado en el bajo de un edifico. A menudo pasaba con mi madre por delante, y me quedaba fascinado mirando por el cristal de la puerta. Era un lugar oscuro, misterioso, desconocido para mí. Me llamaba poderosamente la atención. Siempre me gustó la lectura, y disfrutaba de cuanto libro caía en mis inexpertas manos, y aquella tienda era el paraíso terrenal ante mi curiosa mirada.
Pasaron algunos años hasta que mi madre consideró que tenía edad suficiente como para apreciar los manuales que pudiese encontrar en aquel lugar. Una mañana como cualquier otra, cuando llegábamos a la librería, se acercó y depositó en mi mano una moderada cantidad de dinero. Me dijo que iba a hacer unos recados, que mientras podía visitar la tienda de libros y elegir el que quisiera. Mi cara debió decirlo todo, pues ella esbozó una hermosa sonrisa cuando me acerqué a besar su mejilla. Tendría yo unos quince años por esa época. La emoción que sentía dentro de mí era intensa, y me recordaba a aquellas mañanas de Navidad que se caracterizaban por la ilusión y la inocencia de cuando somos pequeños.
Apoyé mi mano en el picaporte y empujé la puerta. Un tintineo procedente de las campanillas colgadas en la entrada, anunció mi llegada. Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a las penumbras. Cuando esto sucedió, se abrió ante mí un espacio que parecía ajeno al resto del mundo, como si hubiera estado suspendido en el tiempo y éste se olvidara de hacer su labor en ese lugar. Tantas veces había soñado atravesar ese umbral, que ese momento se quedó grabado en mi memoria y lo guardo como un valioso tesoro.
Era un local angosto y oscuro. Las estanterías repletas de libros no dejaban ver las paredes, y se dilataban a lo ancho y largo de estas hasta alcanzar el techo. La altura era mucho mayor a la que estaba acostumbrado, y supuse que debían ser dos plantas en una; desde fuera no se apreciaba ese detalle. Dos anaqueles de menor tamaño se extendían hasta la pared del fondo, dividiendo la tienda en tres espacios. Estiré el cuello tratando de ver los estantes más altos. Me pregunté cómo conseguiría el dueño llegar hasta allí arriba.
— Tengo una escalera extensible.
Me sobresalté. No había reparado en el dependiente.
— Disculpe, yo… ¿cómo ha sabido…?
— ¿Qué te gustaría saber cómo llegar a las últimas baldas? Bueno, es fácil deducirlo. Se lee en tu cara la curiosidad.
Dí un par de pasos hacia el mostrador que nos separaba. Era un enorme tablero de madera noble, oscuro, bien rematado. Se distinguían las vetas e imperfecciones del tronco, y sólo un barniz lo protegía, dejando ver los tonos tostados y dorados del material del que estaba elaborado. Tendría unos ocho centímetros de espesor y unos tres metros de largo. Varios papeles manuscritos y libros se extendían por su superficie. Pasé mis dedos sobre la tabla, admirando la pieza.
— Bonita, ¿verdad? Hace años que no se trabaja de forma tan artesanal.
Asentí. Estaba acostumbrado a los muebles lacados, fabricados en cadena con materiales artificiales, todos iguales, sin vida. En cambio, en ese lugar cada rincón parecía único y exclusivo. Por primera vez desde que entré me fijé en aquel que me hablaba con ese tono de voz que mezclaba la sutileza de una flor de almendro y la serenidad de un árbol milenario. De complexión esbelta y espigada, el atuendo que le cobijaba me resultaba, cuanto menos, curioso. Vestía un traje, pantalón, chaqueta y chaleco, de un tono verdoso apagado, similar a los que lucían los ciudadanos ingleses, con aspecto gastado; una camisa descolorida con difusas rayas marrones y pajarita lisa a juego con el resto de la vestimenta. Su rostro era de la misma opacidad grisácea que el resto de su persona. Presentaba unos labios finos y agrietados, la tez áspera y una estrecha nariz que soportaba las pequeñas gafas, que se escurrían por momentos hacia el abismo de su barbilla geométrica. Los mínimos ojos de un negro tenue marcaban aún más las bolsas lacias que colgaban sobre sus pómulos. Cejas prietas y despeinadas, arrugas cinceladas en su frente y pelo meticulosamente peinado, con venas plateadas bailando en la espesura otrora azabache.
El silencio de la tienda olía a polvo y a tinta, a madera mojada, a sabiduría, a pasado. Nuevamente la voz de roble me sacó de mi fascinación.
— ¿Te gusta? No se ve igual que desde la calle, ¿verdad?
— No señor. Estar dentro es mucho mejor.
— Si… Entre estas cuatro paredes no pasa el tiempo. Querrás echar un vistazo. Ven, te enseñaré la tienda.
Cogió el quinqué que se hallaba sobre el mostrador. Sólo había visto ese objeto en películas de época, no imaginaba que la gente siguiera utilizándolos. Seguí sus pasos firmes y pausados hacia las estanterías. Estaban abarrotadas de ejemplares de soberbios encuadernados. Era difícil encontrar dos iguales. Grandes, gruesos, de lomo rojizo, ocre, ámbar… Algunos se veían adornados con ribetes o presentaban protuberancias en el lateral. Pese a tener ese aspecto tan antiguo, cada balda, cada libro, estaba en perfecto estado de conservación y limpieza. Más parecía una vieja biblioteca que una tienda de libros.
El hombre gris hablaba de ellos con un tono especial, con cariño y respeto. No sólo se dedicaba a vender aquellas obras, sino que las admiraba y disfrutaba. Le pregunté si podía echar un vistazo a los títulos.
— Me temo que no.
Me sentí bastante decepcionado, esperaba poder ojear alguno de aquellos ejemplares antes de decidir cuál comprar. Mirándome con una mueca divertida, interrumpió nuevamente mis pensamientos.
— No te estoy negando que los veas, es, simplemente, que no están titulados.
— ¿Y cómo los diferencia? ¿Cómo sabe cuál es cada uno o sobre qué trata?
— ¡Para eso está la organización! —, dijo satisfecho, revolviéndome el cabello—. Cada uno de ellos tiene su lugar, están colocados por temática y género. Yo soy capaz de distinguirlos sólo con ver sus tapas —tomó un libro de unos cuatro dedos de ancho con la cubierta de piel tostada y estampados dorados—. Este, por ejemplo, relata la vida de un campesino en una aldea de la época feudal.
— ¿Tantas páginas para contar eso?—, pregunté. Inmediatamente, llevé las manos a mi boca, arrepentido de hacer una pregunta que podía resultar ofensiva.
— Si —, contestó con un tono tranquilizador—. Doscientas dieciocho páginas exactamente. Pero no es tan simple como crees. A través de esta narración, puedes aprender cómo era la vida entonces, en un lugar muy diferente a este, sin comodidades como las que hay ahora, enfrentándose a problemas distintos a los que te preocupan a ti, trabajando muy duro para poder dar de comer a los suyos. Nos enseña a querer la naturaleza y lo que nos ofrece, la educación, las costumbres; la historia, en fin. Por su parte, el que está al lado trata sobre una aristócrata del medievo que se negaba a acatar los cánones de la sociedad.
Sus palabras denotaban pasión y provocaban en mí la necesidad de saber más sobre aquellas historias. Levanté la vista hasta el final de la estantería de mi derecha. Vi la empinada escalera al fondo, junto al pequeño tragaluz, que era la única entrada de iluminación natural, a parte de la puerta, que poseía la tienda. Estaría a unos cuatro metros de altura. Había estado muchas veces en ese barrio y no me había fijado en que aquella ventana pertenecía a la tienda objeto de mi curiosidad adolescente.
Le pedí que me aconsejara alguna de esas historias para comprar, pues suponía que mi madre no tardaría demasiado en venir a buscarme.
— Creo que este podría interesarte.
Extrajo un libro algo más grande de media cuartilla y bastante ancho. Estaba forrado con una tela aterciopelada de color azul intenso. Entre las páginas asomaba un fino cordón a juego con las cubiertas que hacía las veces de marca páginas. Me explicó que era un libro especial con una gran historia que contar. Mi sonrisa sirvió de respuesta, así que volvimos al mostrador y le pagué. Colocó el candil en su lugar y envolvió el preciado objeto en un papel pálido para resguardarlo mejor y me lo entregó. Salí de la tienda con la despedida de su voz de polvo y los alegres tintineos de las campanillas.
La época de exámenes amenazaba en silencio desde el calendario, y mi madre consideró que no era el momento de enfrascarte en lecturas ajenas a mis estudios. Entendí sus razones y relegué mi valiosa compra al último casillero de mi estantería.
Pasó algún tiempo hasta mi segunda visita a la librería. Empujé la puerta, y de nuevo el abalorio de la entrada me dio la sonora bienvenida. Volví a percibir esa incomparable sensación de alejarme de todo lo que me era conocido, como si entrase en una ajada cápsula del tiempo que contenía saberes desconocidos y misteriosos de los que ansiaba empaparme. Me recreaba observando cada rincón de la tienda. El opaco hombre de mirada penetrante y melancólica, surgía del mostrador como si de otro accesorio de la tienda se tratase. Siempre rodeado de manuscritos y tomos dispares, con la única compañía de la lámpara de vela eterna y el reloj de arena que descansaba en una de las repisas cerca de él. Me llamó la atención aquella pieza. Los dos globos parecían hechos de un cristal extremadamente fino, y los soportes de ambos lados se me antojaban de marfil tallado con mimo e intención. La arenisca de su interior caía lenta y concienzudamente, esforzándose en cada grano, dejando fluir el tiempo de una forma espesa y estática. Ahora que recuerdo, nunca vi parado aquel reloj. Avanzaba de manera continua, y apostaría a que jamás le dio la vuelta. Quién sabe lo que medía o cuanto tiempo duraría. Al fin y al cabo, nada allí era común.
Pasaba tardes enteras en la librería de la calle Santa Sofía en compañía del dependiente y sus inertes compañeros de papel. Me contaba leyendas fantásticas de príncipes benévolos o monarcas déspotas y amargados, de bosques insondables, islas perdidas en mitad del océano y especies animales que jamás el hombre hubiese imaginado. Procuraba ahorrar parte de mi asignación semanal para adquirir más libros. Mi colección personal aumentaba poco a poco. En la tienda del hombre gris no había dos ejemplares iguales, pero siempre tenía las estanterías repletas de saber. Cuando alguien iba a comprar, el lugar dejado no permanecía mucho tiempo vacío. Nuevas historias surgían en libros de características semejantes a los ya existentes. Nunca una edición moderna, ni impresiones gráficas en su interior. Todo era vetusto y original entre aquellas cuatro paredes.
En alguna ocasión, mi madre se mostró recelosa por mi asiduidad a la librería. Decía que no era normal que un chico de mi edad emplease tanto tiempo a frecuentar ese sombrío lugar. A demás, tampoco parecía gustarle su dueño.
— Ese hombre es muy extraño. No sale de su cochambrosa tienda. Nunca le vi fuera de allí. No me inspira confianza.
— Es que no tiene tiempo, debe cuidar sus libros —, defendí.
Lo cierto es que mi madre tenía razón, yo tampoco había visto al hombre gris fuera de la librería. Siempre estaba abierta y él siempre estaba allí. Entré dispuesto a preguntarle sobre su vida. No quería parecer entrometido, pero la curiosidad me incitaba a saber más de él. Antes de que pudiera siquiera saludar, se dirigió a mí, como siempre, adelantándose a mis pensamientos.
— Buenas tardes, mi buen amigo. ¿Sería mucho abusar que te pidiese un favor? —. Creo que me sorprendió aquel recibimiento. Le pregunté qué podía hacer por él, y prosiguió —. Verás, no tengo a nadie que se haga cargo de la librería, y necesito hacer ciertas compras. El chico que solía atender mis recados se ha ido de la ciudad. Te estaría muy agradecido si pudieses ir al comercio del final de la calle a por ciertas cosas.
Le dije que no había ningún problema. Me alargó una pequeña lista y unos billetes. Mientras esperaba a que la cajera me atendiese, me di cuenta de que mi madre se equivocaba. Ese era el motivo por el cual no se dejaba ver en la calle, porque no tenía a quién dejar en su negocio, y no era pertinente que yo tratase de indagar en su vida.
Se mostró muy agradecido por mi disposición a ayudarle. No diré que me profirió palabras cariñosas ni me ensalzó vanamente con efusividad, porque él no era así. Simplemente me miró a los ojos y sus prietos labios de papiro me sonrieron. Eso era suficiente.
Durante meses tomé la costumbre de acudir un par de veces por semana a la librería. Hacía sus recados y pasábamos la tarde juntos. Él, a cambio, me prestaba los libros que deseara leer y no podía comprar. Aprendí a obviar las habladurías de la gente del barrio sobre aquel que regentaba mi lugar de recreo. No se le conocía familia ni vida social. Lo único que sabían de él era que permanecía cada día encerrado con sus libros, y que yo era su única visita habitual. No entendían que era un hombre culto, sereno, un apasionado de la palabra escrita que no ocultaba más misterio que su afán por los textos y su incalculable valor intelectual. Me enseñó a cuidar y apreciar cada ejemplar que tenía a mi alcance, y con el tiempo fui capaz de conocer las cubiertas de cada uno de ellos como las líneas de mi mano. Las horas se desvanecían entre las recias estanterías de madera, mis paseos sobre la escalera y su voz de arena.
Una tarde de abril, cuando me disponía a salir por la puerta, mi madre me dio un ultimátum. Quería que dejase de ir a la tienda. La gente pensaba mal de aquella situación, no veían normal que un chico que ya contaba dieciocho años pasase tanto tiempo en compañía del viejo amargado de la librería.
— Pero no es ningún amargado, no es un extraño, ¡es mi amigo! —, increpé.
— ¿Si? ¿Tan amigos sois que ni tan siquiera sabes cómo se llama?
Me quedé en silencio. Fue como una daga traspasando mi racionalidad, y no pude responder. La miré con impotencia y salí de casa. No podía negar que era raro que nunca le hubiese preguntado cómo se llamaba; pero es que tampoco me parecía necesario. Un nombre no iba a cambiar nada. De todas maneras, si esa era la forma de que mi madre zanjase el tema, se lo preguntaría en cuanto le viese.
La calle Santa Sofía se me hizo más larga de lo habitual. Cuando llegué al escueto escaparate, una nube ensombreció mi alma adolescente. Un cartel que nunca antes había visto colgaba de la parte interior rezando “cerrado”. Sentí un nudo en la boca del estómago. Por inercia, apoyé mi mano en el picaporte y la puerta se abrió. Las campanillas que colgaban del techo no se atrevieron a saludarme. El silencio del local olía a despedida frustrada y a ceniza. Mi mirada se movió instintivamente por las estanterías, que mostraban con vergüenza su falta de libros, desnudas y sin vida. Me acerqué al mostrador. En el quinqué, la vela que alumbraba fielmente la estancia, ahora temblaba dentro de las paredes transparentes, amenazando con extinguirse. El reloj de arena había logrado concluir su incomprendida labor, dejando ver todo su contenido en el globo inferior, sin nada más que medir con su polvorienta decadencia. Sentí accesos de llorar, y el nudo de mi estómago se anclaba ahora en mi garganta. No había reparado en la soledad de la enorme tabla, despojada también de sus habituales papeles. Ahora sólo se veía un triste libro al lado de candil. No me había fijado en él. Lo tomé en mis manos con una extraña sensación que aunaba la felicidad de lo conocido con el dolor de comprobar aquello que no deseamos. Era un libro poco más grande de media cuartilla y de un ancho considerable. Estaba forrado con una tela aterciopelada, de color azul intenso. El cordón que asomaba por el lomo apuntaba al final de la edición. Yo conocía ese libro. Abrí la portada, y en la primera página encontré impreso el título de la obra.
“El Hombre Gris”.
Volví a mirar a mi alrededor. La vela del quinqué chisporroteó en su celda de cristal. Abrí la pequeña portezuela y la liberé de su agonía de fuego, apagándola para siempre. Tomé el libro entre mis brazos y sequé la lágrima que se aventuraba por mi mejilla. Al salir, las campanitas se despidieron con ecos de lamento y madera.
Comprendí que no podría volver jamás a aquel lugar, que no volvería a ver al hombre gris; que era tiempo de desempaquetar el primer libro que le compré y escribir mi propia historia.
® Raquel Contreras (Reeditado)
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