El cazador de cabezas blandió la espada y la cabeza rodó por el suelo. La tomó por el cabello y la levantó curioso. Observó —como siempre lo hacía— la luz que escapaba por los ojos; el rictus de sorpresa, congelado para siempre en el rostro. La sed de sangre lo movía, sentía la energía desbocada recorrer todo el cuerpo, los músculos tensos y poderosos. Un hombre corrió hacia el bosque. El cazador de cabezas respiró profundo. Fue una presa fácil, sólo alcanzó a correr unas cuantas varas. El cazador de cabezas corría distancias imposibles de alcanzar por hombres comunes. Estaba entrenado para afrontar cada uno de los retos que la presa podría brindar. Abrió el morral y arrojó la cabeza junto a las otras seis. Limpió la espada de acero —templada en sangre de esclavos—, en el torso de la presa, que aún se convulsionaba por la agonía de la muerte. Alzó la vista al cielo y agradeció a los dioses por los trofeos obtenidos. Montó su corcel y miró hacia atrás, la aldea de leñadores ardía y otros cazadores de cabezas de castas inferiores recogían el botín conquistado. Condujo la montura al interior del bosque, quería alejarse del llanto de los nuevos esclavos. Encontró un riachuelo y abrevó la montura, se recostó en el césped dispuesto a descansar.
Despertó sobresaltado, de nuevo ese singular sueño: una estancia extraña, personas sentadas frente a fuentes de luz y él, mirando imágenes y símbolos. El cazador de cabezas se sentía cansado y enojado.
Luciano despertó, una vez más el sueño recurrente. Él era un cazador de cabezas, el más poderoso del clan. Sonrío y miró a sus compañeros de oficina, tipos grises y fofos; bebedores de café y adictos a Internet. Todos eran unos estúpidos. La consciencia de su casta guerrera, el orgullo de ser siempre el primero y el último. El orgullo era un demonio, que lo invadió desde el primer sueño. Suspiró y sintió la adrenalina recorrer su cuerpo. Sacó del maletín el revólver y el cazador de cabezas comenzó a disparar. |