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Se levantó y no logró recordar qué día era. Encendió un cigarrillo y lo aspiró con fuerza. La habitación estaba en penumbras y hedía a sexo muerto y pachulí, se sacó las legañas y reparó en el amorfo bulto. Vio a una mujer desnuda con unas tetas tan inmensas que le rozaban el ombligo, y su grotesco y rojo hueco estaba abierto al mundo roncando al igual que ella como un dragón. Se sintió solitario era como si lo hubiesen desterrado de la memoria universal, porque a los muertos y a los fracasados no los recordaba ni Dios. Entonces, recordó a Emil Cioran:


--“Aislados, separados del mundo, todo se nos vuelve inaccesible. El sentido profundo de la soledad implica una suspensión del hombre en la vida, en un hombre atormentado en su aislamiento por el pensamiento de la muerte. Vivir solo significa no pedirle ya nada a la vida, no esperar ya nada de ella. La muerte es la única sorpresa de la soledad. Los grandes solitarios no se aislaron nunca con el fin de prepararse para la vida, sino, por el contrario, para esperar, resignados, su desenlace. La muerte más profunda, la verdadera muerte, es la muerte causada por la soledad, cuando hasta la luz se convierte en un principio de muerte. Momentos semejantes nos alejan de la vida, del amor, de las sonrisas, de los amigos, e incluso de la muerte. Nos preguntamos entonces si existe algo más que la nada del mundo y la nuestra propia”--. Le dio otra calada al cigarrillo y pensó:

--“Qué cruel puede ser la existencia, cuándo ya no te queda nada, cuando lo has vivido todo, cuando lo has visto todo, cuando lo has sufrido todo, cuando la miseria espiritual y el abandono físico te conducen a desear la muerte, pero finalmente esa misma conciencia que has tomado de que vas a desaparecer eternamente, te juega una mala pasada, haciendo que anheles el mismo hecho de vivir, así sea que vivas como una mierda.


Trató de despertar a la mujer pero fue en vano. Se tomó el último sorbo de una botella de licor y se echó agua en la cara, luego se miró en el espejo, estaba pálido. Recogió una bacinilla con agua de permanganato donde la mujer le había lavado el pipi para desinfectárselo por si acaso una venérea. Caminó hacía la puerta del baño y se quedó mirando fijamente el inodoro. Luego, vació el recipiente y terminó estrellándolo con fuerza en un rincón. Apuntó el bacín y lo orinó en simultánea con un sonoro pedo. La resaca era olímpica. No tenía ganas de vaciar las tripas:-- pero que iba a cagar, si llevaba días que no comía--.

Descendió las escaleras de la Pensión y una cucaracha le salió al paso, ya la iba a destripar cuando un perro se le adelantó. Se topó en la puerta con la conserje que, lavaba la puerta que un borracho se le había cagado. No dijo nada, solo lo auscultó con su único y maligno ojo. Dé seguro ya era un fantasma porque la gruñona vieja era una arpía para cobrar y él hacía semanas que no le pagaba. Salió de allí carcomido por la melancolía.


Transitó por la avenida de los estudiantes y cruzó por la calle Francisco José de Caldas, para luego recorrer el callejón de Ricaurte. Pasó por una iglesia que en su portal mantenía atiborrada de buhoneros y mendigos que, serviles y arrastrados miraban cuál iba ser el alma caritativa que saliendo del hipócrita ritual les iba a dar la limosna. Pobres desgraciados, buscando consuelo a donde no lo había. Recordó que la última vez que había asistido a una iglesia fue de la mano de su abuela, a una misa gregoriana para el descanso del alma de su abuelo; que según cuentan, (porque él no lo conoció), había matado a dos hombres enfrentados en legítimo duelo. Era una iglesia que estaba bajo la advocación de san Roque de Montpellier y decían que fue por una terrible epidemia de cólera que azotó a la ciudad exterminando a muchos, y una mujer devota consiguió la imagen del santo que era patrono de los pobres y los llagosos. Él predestinado terminó con la epidemia y en gratitud le erigieron una edificación en estilo neogótico florentino, si mal no evocaba reflejado todo ello en sus altas torres y su amplia cúpula.


Empezó de nuevo a ser atacado por los recuerdos que como vermes insaciables le corroían las entrañas, --¡otra vez los malditos recuerdos!— Aplastó la colilla del cigarrillo e inició su deambular por el centro de la ciudad, al lado de la gran “muerte”, la primera: --“la ilusa, la vacía, la de los huecos, la hipócrita, la roedora, la absurda, la miserable, la tetra hija de puta, la espeluznante, la burlona, la despiadada, la inmisericorde, la incoherente, la perversa, la laberíntica y oscura, la muerte del alma”--. Porque la segunda muerte: -- “era más benévola pero corrompida, carnívora y rápida. La purulenta, la de la podredumbre, la que huele peor que la mierda, la excretora de gusanos blancos y gordos, la que se traga todo sin preguntas ni respuestas, la descarnada, la que no tiene índole ni distinción, la que se come por igual a una puta que a una santa, a un rey que a un mendigo, a un blanco que a un negro, en fin, se come toda la porquería que seamos’’--.


Aspiró con tanta fuerza que le dolió el pecho. Se acordó de la única mujer a la que había amado. La que le mostró sin pudor lo trágico que era el amor. Y caviló: --“La banalidad de la belleza en una mujer es miserable en cierto modo, la convierte en una encubridora de su verdadera identidad y su entrega más profunda es solo eso: su cuerpo, su sexo. Y hace de ello su real esencia y te dice amar cuando no te ama y sabe fingir hasta el paroxismo de su entrega sexual, refleja cosas hermosas en su rostro y en sus sensaciones sin padecerlas”.


Encendió un cigarrillo y apuró el andar, y fue cuando vio salir de un lupanar a Lindomar Osorio: un proxeneta borrachín que siempre vestía con trajes blancos de lino, un vistoso sombrero spandora con pluma de cuervo y los inmancables zapatos de dos tonos de cabrón de puta pobre. Se veía decadente, parecía un cadáver resucitado y según dice la historia de una vieja meretriz de nombre Gabrielle que lo conoció en sus mejores momentos,-- había pertenecido a una famosa red de prostitución judío polaca de principio de siglo conocida como la Zwi Migdal, que después de la primera guerra mundial aterrizó en argentina.

—Que hubo Lindomar--, lo saludó Aldo. Resucitaste del mundo de los muertos.

—De ese mundo ya no se regresa--, dijo Osorio. Así de jodidos estamos.

–En este ingrato mundo --, dijo Aldo. Lo que está muerto parece vivo y lo que está vivo parece muerto.

A través de la expresión de la cara de un muerto se puede decir si su último pensamiento, el recuerdo más contundente, fue bueno o malo. Y parecía ser que Lindomar Osorio efectivamente estaba fallecido, su cara era una máscara funesta y misteriosa, debió morir con un mal recuerdo.

¿Y qué fue de tus hetairas? Le preguntó Aldo. Sigues en el negocio.

— Todas mis putas se han ido muriendo--, dijo. Y las que quedan vivas, también están muertas.

¿Entonces en que trabajas ahora que te quedaste sin putas? Preguntó Aldo.

-- ¡trabajar!, no me ofendas—dijo. Que trabajen los vivos y los pendejos, los muertos estamos tan tiesos y patéticos como la verga de la estatua de Apolo: cagada por los pájaros e inerme y olvidada como nosotros.

--Vamos, te invito una copa--, dijo Lindomar.

Caminaron hasta un bar de la esquina tumbacuatro y la calle San Blas. El antro olía a aroma de destrabadera, orín y cigarrillo picha de caimán. Había toda clase de personajes: chulos, vendedores de soledad, vendedores de ilusiones, chupatintas, mequetrefes, emboladores, poetas locos, raponeros, estafadores, mariguanos, ex presidiarios y un sinfín de gente de baja estofa. Se sentaron en un rincón con vista a la calle, era para respirar un poco de aire, porque el olor de la mala vida a veces se torna insoportable. Hablaron de tiempos pasados que fueron mejores. Y así, pasando de una anécdota a otra, se embriagaron. Transcurrió un determinado tiempo hasta que Aldo se dirigió al baño. A su regreso, vio que la mesa que compartía con Lindomar estaba vacía. Miró por todos lados del semioscuro antro, pero nada. En ese momento, una obesa puta se le acercó.

-- Echamos un polvo o que--, le dijo sin mirarlo.

¿Adónde fue mi amigo? Preguntó Aldo.

--Aquí llegaste solo--, dijo la mujer. Estuviste todo el tiempo bebiendo y hablando solo.

Caminó por San Nicolás, una calle del centro de la ciudad. Atravesó la calle ancha y llegó hasta la calle amargura, luego dobló y se internó en el callejón Policarpa. Pasó por la puerta de un burdel que expelía un vaho a desinfectante de lavanda. Dos prostitutas fumaban en la puerta, se mostraban oferentes, lúbricas, y con los dedos una de ellas hacía señas indicando cuanto costaba un polvo de gallo con ladillas incluidas. Un olor a pescado manido que fritaban dos negras sudorosas en la puerta de la cantina le produjo náuseas.


Al final del callejón se encontraba el bar el ‘’Aqueronte’’. Al observar el interior del bar recordó la descripción del tercer círculo del infierno que hace Dante en la divina comedia. Les digo: “Los glotones se encuentran aquí sin vista y sin hacer caso de sus vecinos, que simboliza el frío, la sensualidad egoísta, y el vacío de sus vidas. Al igual que la lujuria ha revelado su verdadera naturaleza en los vientos del círculo anterior, aquí el fango revela la verdadera naturaleza de la sensualidad y no sólo en excesos en la bebida y los alimentos, sino también en otros tipos de adicción. Ahogados por el alcohol y el estado melancólico en que quedan después de un bacanal, continúan incesantes por el sendero del vicio, y llegan al hundimiento total. Y Más allá de todo placer, sentirán el dolor y la angustia. En este círculo infernal, les digo inmortales almas que, escucharan con supremo horror, los espantosos ladridos de cerbero el perro infernal que con sus tres fauces crueles los atormentara sin piedad. Yaciendo en el barro y bajo una inclemente lluvia de granizo, serán ensordecidos por ladridos de que los persigue y desgarra atrozmente con uñas y dientes. Allí, los placeres de la Roma antigua, la de los Cesares, la de los festines y los adúlteros, de las lesbianas y los poetas y escritores de lo degenerado, de los orgullosos señores de grandes fiestas, los de opulenta morada de borrachos y de fornicadores, de todos los placeres sexuales, de las alabanzas, de aplausos y hermosas palabras, de ricas vestiduras y juramentos falsos de amor, de seducciones y caricias malsanas, de húmedos besos y perfumes, de lujuriosos bailes y comodidades, de ostentosas comilonas y bellos lugares. Y ahora solo está; lo nauseabundo del mundo subterráneo, y después de todos los placeres solo queda; la lluvia de fuego y lágrimas de esta horrible región, asquerosas aguas de la amargura y un fango horroroso de toda la miseria posible”.


Llegó hasta la barra, y saludó a Rino el dueño del bar. Sus ojos eran enormes e insomnes, como los de un búho, era un alcohólico suicida transicional (se tiraba a matar por crisis, o por épocas). Mientras le servía una copa, comenzó a pasear la mirada, y vio en un rincón, a Rafael Gonzales: un pianista fracasado. La mujer del tipo se había matado, y solo dejó una breve nota donde se justificaba: --“de que ya no había esperanzas para ella, y nada en esta vida le compensaba sus derrotas y su tiempo perdido’’--.

--Vivimos enfermos con la esperanza--, pensó Aldo. Esperamos por siempre, y la vida de los muertos en vida no es más que la espera de la nada, la supresión eterna de la esencia. La infeliz se había cortado las venas, y Rafael a su lado durmiendo la borrachera ni cuenta se dio del trágico final. La culpa que cargaba por esa muerte lo refundió en el olvido.

Al fondo, estaba sentado Anselmo Díaz: un marinero que le había dado la vuelta al mundo incontable veces. Su cara era un manantial revuelto e inquisidor donde uno se podía mirar, y a su lado una mujer de cuerpo cuneiforme que hablaba francés, mentía sobre su edad. Estaba destruida por el alcohol y la prostitución y siempre le pedía que le rascara los sobacos y el chocho, --- “mom Cher, me gratter la chatte et les aisselles s’il vous plait”. Debía tener pulgas y quien sabe cuántas alimañas más y su indumentaria estrafalaria y su cara cundida de polvos oscuros y carmín le daban la forma de un arlequín. Y en otra mesa detrás del orinal, levantando la cabeza por intervalos para tomarse una copa, (mantenía siempre los pantalones orinados producto de la borrachera y de una hernia potrosa), se encontraba Porfirio Escorcia, un tahúr qué dilapidó una gran fortuna en el juego. Pero la ruina de dinero por el azar no viene sola, es viciosa y desleal, y terminó cobrándosela hasta arrastrarlo a una vida abstrusa.

La tarde había muerto y le daba paso a la fantasmal noche. Aldo, sintió un persistente aroma de soledad. Y fue cuando vio a Diógenes Bilbao que, agazapado tras las sombras de su angustia escribía sin cesar en una máquina Underwood número tres de carro ancho, mientras el viejo turpial que lo acompañaba devoraba un banano podrido al tiempo que lo defecaba. Tanto el pájaro como la máquina, como él mismo decía,-- “me han acompañado en atroz silencio en mi insuperable soledad”. Sumido en un resentimiento que lo consumía por no haber sentido según él, la pasión de ser amado por una mujer. Eran dieseis mil cuatrocientas veinticinco cartas de amor que jamás fueron leídas por la ingrata musa, y que él, rompía en las calles de la ciudad de los olvidos noche tras noche para al día siguiente volver a escribirlas.

El alcohol comenzó de nuevo a surtir efecto, era otra borrachera que lo liberaría de su angustia suprema y una sensación extraña se apoderó de él. Un viejo al que solo se le conocía como Segismundo, vociferó:

-- No se dan cuenta imbéciles qué todos estamos muertos, que vivimos en los vacíos de la esperanza porque nos enseñaron a no encontrarle un sentido sustancial a la existencia, y usufructuaron nuestras ideas más sublimes, una vez fuimos y ahora vivimos por nada, ¡malaya sea mi perra vida! nos borraron de los recuerdos, nos dejaron solos en esta ciudad que otrora fue bañada por mares y ríos y por multicolores carnavales, la más universal de todas, la ciudad de la que no se escribió historia alguna. Un día, el mundo vino aquí y se nutrió de nuestras hermosas quimeras, de inventos magistrales emanados de tan gloriosa tierra, aquí hasta ese Dios castigador era feliz y por ahí derecho hijos de la gran puta desidia, como decía Rochefoucauld: “Los espíritus mediocres condenan todo lo que este fuera de su alcance”.-- ¡Sí!, porque el libre arbitrio es tener una negra conciencia, según los tartufos de la fe. Y ahora en que nos convirtieron, en un espejismo, nos masacraron el espíritu y se vengaron de nuestra esencia liberal y libertaria, condenándonos a los dolores y vergüenzas de una existencia miserable. Se escuchó el aleteo de una mosca que se revolcaba también borracha en el charco de una mesa.

Vio a Hermes Sampayo, un legendario poeta. Liaba ceremoniosamente un cigarro de marihuana y a cada instante lanzaba salivazos sanguinolentos por la tuberculosis que lo aquejaba. Luego le daba unos terribles aspirones al cigarrillo y quedaba como un zombi. Y se le escuchaba este soliloquio: --“En la maraña de mi estupor, camino taciturno, como idea inmortal de desconocido rumbo. Y una oscura mañana, de mudas sombras agobia mí pensamiento. Entonces, en mi aciaga desorientación, dolorosas preguntas acosan a mi alma…

Salió del avernico lugar sintiéndose apresurado como nunca antes se había sentido. La gente caminaba a su lado y no lo veían, era como si estuviese recogiendo los pasos, algo inhumano que no era ya de este mundo lo atropellaba sin piedad. Entonces, su vida empezó a trasegar por su mente con irrefrenable galope. Recordó su solitaria infancia, su infortunada juventud, los amores que nunca fueron, los hijos que nunca tuvo, la desdicha que siempre lo acompañó.


Iría a visitar la tumba de su padre, era su único consuelo. Atravesó la entrada del camposanto universal, y llamó su atención el epitafio de una tumba que, en el sucio de su mármol se podía leer: --“…Todos nuestros males provienen, del miedo de no poder estar solos”. Y más allá de esa tumba, observó a dos hombres que estaban de espaldas, vestían con ropas de época y los reconoció de inmediato, era el poeta Escorcia Gravini y el escritor José Maria Vargas Vila. Se dio cuenta que estaban dando sepultura a un ilustre; al gran poeta de la negación: Diógenes Arrieta. Escorcia abrazaba a su amada, un esqueleto con el pelo largo y terroso, y Vargas Vila; con el rostro deformado por la angustia de la pérdida de su gran amigo, le daba la despedida con estas palabras:

¡Duerme tranquilo!: has muerto en una patria, en que sería glorioso haber
Nacido;
Descansa, ¡oh maestro! ¡Oh mi amigo!;
Duerme para siempre;
Los muertos como tú, no se despiertan; ni escuchan la trompeta del arcángel; ni
Acuden a la cita final en Palestina; sobre tumbas como la tuya, donde la luz
Impide que germine la beatífica luz de la quimera, no se detiene el Cristo
Mítico, ni abre su floración de sueños el milagro;
Nadie los llama a juicio;
Tú lo dijiste:
Aquel que dijo a Lázaro: ¡Levanta! No ha vuelto en los sepulcros a llamar; ¡no
Llamará en el tuyo! ¡Duerme en paz!».


Se sintió invadido por una inmensa tristeza, entonces disertó: que implacable fue mi extravío, y ya sin aliento algo inaudible brota de mí: ¿Porque me dejaste tan solo? ¿Porque cometí el gran pecado del que hablaba Borges, y no pude ser feliz? Y lleno de miedo te supliqué, ¡ven y cobíjame!, ¡ven con mil recuerdos perdidos!, ¡ven y protégeme de mí! ¡Oh Dios! Que sordo fuiste ¿A dónde te extraviaste que nunca te encontré? Que inexorable soledad también a ti te carcomió, y como un castigo, mordiste mis entrañas con tu laureada serenidad del infinito, que pérfido y burlador fuiste, que pérfido y burlador fue el hado que me asignaste que solo acarició con desdén a mi espíritu. ¡Oh Dios! ¿Estás ahí? Atiende por única vez mi clamor y quítame este dolor”--.

Una anciana misteriosa se le acercó y lo tocó con su gélida mano.

¡Transitarás por oscuros caminos sin tener el anhelado descanso! Profetizó.

¿Quién es usted? Preguntó Aldo.

-- ¡Yo soy quien soy!--, arguyó la anciana. Y mi peregrinaje al igual que el tuyo: será eterno. Porque así está escrito en el libro de la inmortalidad.

Y se disipó en los umbríos callejones. Aldo, vio una ‘’Estantigua’’, una procesión de fantasmas qué iban vestidos de negro y llevaban cirios encendidos en las manos. Las caras eran pétreas y no había brillo en sus miradas. Se acercó y se dio cuenta que eran familiares y amigos ya fallecidos. Tenían la mirada suplicante, como si el mundo en donde se encontraban no les gustara. Camino a toda prisa, y en el último callejón frente a un árbol de álamo divisó la tumba de su progenitor, estaba anegada por la hiedra, y posado sobre ella había un pájaro negro. Entonces percibió un fuerte olor a flores marchitas y gritó con todas sus fuerzas, pero no escuchó su voz, y en ese instante el pájaro voló.

Leyó apresuradamente el epitafio de la tumba de su padre: “‘’La muerte juntó sus labios con los míos, y sentí miedo, y por el miedo, sentí frio; pero al mismo tiempo sentí el calor de las llamaradas del infierno recorriendo cada rincón de mi asustado cuerpo…. ’’ Se acercó y vio el nombre que habían puesto en la plaquilla de metal que reposaba en el centro de una sucia tumba contigua a la de su padre: era su nombre, y más abajo su epitafio: “…y caí en un abismo profundo y en el dolor de la caída vi las mil caras de la soledad y el olvido, entonces: supe que estaba muerto”. Pasó la mano por sus ojos y por sus mejillas, y se dio cuenta que sus lágrimas no resbalaban, no caían, era como si fueran secas. Solo entonces, comprendió en qué muerte se encontraba y que en realidad nunca había temido a la muerte, sino a la vida. Y que ya por siempre se quedaría inaprensible e intangible, irremisiblemente solo y universal como la tierra que cubría su cadáver.

Texto agregado el 17-01-2014, y leído por 194 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-04-2015 El mejor cuento que he leído. ***** simona2
17-01-2014 El vacío existencial más que la soledad orgánica; la amargura más que el dolor y la inevitable existencia; la frustración más que el ahogo y desahogo de los avatares de la vida; y la descomposición como tamiz sobre el que se construye la descarnada esencia de las cosas, efímeras todas a final de cuentas. Un texto pos apocalíptico: directo y sin piedad. Pato-Guacalas
 
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