It's still incomplete. Will it someday be whole? Be... Complete? I don't know. But I hope so, I really do. The only thing I can do now is pick up the pieces, the few pieces that I can see, and try and put them together in the right order. That I can do, besides waiting. Who can stop waiting?
"Kono michi ya
Yuku hito nashi ni
Kono michi ya
Aki no kure"
Matsuo Bashô, Haiku.
El polvo caía suavemente sobre y a través de los haces de luz. Haces largos, altas vigas lumínicas que iban desde la copa de los viejos arboles hasta el suelo frio y húmedo del bosque, lleno de hierba y hongos. Y el bosque, sostenido por esas doradas vigas, esperaba. Esperaba como siempre había esperado, en el silencio vivo de su respirar. Los arboles más altos se encontraban en la cima de un acantilado que delimitaba el límite del bosque viejo con el nuevo. Dominaban una vista imponente, que llegaba hasta el horizonte montañoso, pintado con tonos de sombras y contrastes de nube. En el centro y un poco a la izquierda las montañas se separaban, dando paso a un fértil valle regado por un rio dorado, en cuyos meandros se demoraba la luz y saltaban las gotas de agua, rozándola brevemente. Más cerca había bellos campos, ordenados y cultivado con esmero. Los cultivos se elevaban a buena altura ahora que era época de cosecha, divididos en pequeños cuadrados por los senderos que usaban los campesinos. Más cerca aun, comenzaba el bosque. No el bosque viejo, no. Era el nuevo, el lugar de los jóvenes retoños. Lo componían arboles de poca altura, hoja perenne y suave madera. Ya estaba lleno de tonos naranja y ocre por sí mismo y la llegada de las vigas de luz crepuscular a través de las nubes solo había logrado aumentar el naranja potente de aquella escena. El bosque nuevo explotaba, se derretía, se desangraba en un degradé de naranja y sombras. Era el que más frecuentaban los campesinos, por sus abundantes claros, fino aire y suaves riachuelos. Solían salir en primavera o en verano con sus familias y buscar un buen lugar y donde cayera la luz del sol rodeado de azul y simplemente sentarse, comer, charlar y dormir. En otoño había que levantar la cosecha y en invierno el frio hacia todo lo que no fuera un alfombra de piel frente a una buena chimenea fuera un lugar inhóspito, así que por esos meses el bosque se quedaba solo. Entonces llegaba el silencio y expandía su reino, reclamando las tierras y los árboles que los campesinos retomarían al derretirse la nieve. Y por último, tan cerca que era el que apreciaba todo el paisaje, estaba el bosque viejo. Viejo bosque. Comenzaba mezclado con el nuevo, en un caleidoscopio vertical de madera clara y oscura y hojas verdes y naranjas y luego ascendía por una colina alta que dominaba todo el valle entre las montañas. Aunque suave al principio, el ascenso se volvía escabroso a medida que se subía. En ese punto los arboles ya eran ancianos que habían presenciado varios siglos, altos, duros, negros y con raíces que se adentraban en la tierra como gigantescos laberintos, horadando la piedra y afianzándose al núcleo basáltico de la colina. Los gigantes de madera extendían brazos largos a gran altura, llenos de hojas de un verde oscuro, que nunca caían y la luz se quedaba atrapada en ellas, sin poder llegar al suelo del bosque. Solo cuando el sol estaba lo suficientemente bajo como para que la luz golpeara los troncas largos directamente podía esta colarse entre ellos y derramarse hacia el sediento suelo del bosque, donde la esperaban pequeños helechos y malas hierbas, ateridas de frio. Era un bosque silencioso, enamorado de la oscuridad y los juegos de sombra y por eso los campesinos solían evitarlo. Era un bosque vacío también. Era tan viejo que los animales habían ido a buscar suerte en lugares menos estancados en el tiempo, con más luz y menos frio. Tan solo quedaban algunos halcones y pajarillos que anidaban en las amplias ramas superiores de los árboles. El bosque viva en paz y silencio, se mecían las hojas bajo el viento.
En ese momento especifico que narramos, el bosque no estaba vacío. Había algo, alguien que subía lentamente la colina. Sus pequeños pies dejaban rastros en la tierra húmeda y sus manos se aferraban a los ancianos troncos con fuerza. Una muchacha, casi una niña. La colina es difícil y ella sube con esfuerzo, lentamente, manchadas de barro las rodillas. Lleva un vestido blanco que revolotea como una paloma en medio del correr de la muchacha. Cuando ella atraviesa los pilares de luz, destella como un espejo de cristal en la ladera de la colina. Abajo, entre las débiles hojas naranja la buscan. Barren el bosque nuevo, llaman su nombre y miran con ojos de preocupación. Ella lo sabe y no le importa. Tan solo quiere correr. Correr y correr y correr hasta cansarse y caer al suelo, sin poder sentir las piernas. Huye de su familia y de su gente, de sus amigos y de sí misma. ¿Por qué? No lo sabemos. Lleva un lazo de tela roja, muy fina, sobre la larga melena castaña. Cuando corre y la golpea la luz, pareciera como si una pequeña llama blanca subiera la colina con un ojo de sangre siempre sobre ella. Las personas abajo la buscan en el naranja y el amarillo gastado y no levantan la mirada a la temida colina verde oscura, no ven el centelleo. Después de correr y saltar y caer y volver a levantarse decenas de veces, las piernas de la muchacha forzosamente se detienen. La han llevado a un lugar del cual no puede escapar. Frente a ella, frente a sus gastadas zapatillas de tela, hay un pedazo de tierra llena de hierba coloreada de un saludable verde claro. Al frente y a la derecha está el árbol más alto y grande que ella ha visto jamás, elevándose hacia el cielo como un faro verde y marrón. Y más allá, donde termina el pedazo de tierra, está el paisaje, el vacío. Es la cima de la colina, el acantilado donde su extensión se acaba y cae bruscamente doscientos metros hasta el bosque nuevo. El árbol a su derecha, contra toda posibilidad, es el más viejo del bosque, su madera fuerte y dura, sus raíces profundas en la colina, ora fuertemente agarradas a la piedra que las rodea, ora saliendo de la pared rocosa, desnudas como la roca misma.
El paisaje no puede más y se derrama en frente suyo. Los colores relucen y destellan con una belleza indescriptible en la última hora del atardecer. El viento sopla con fuerza y le revolotea los cabellos y el vestido blanco, una llama pura sobre la colina. Alguien abajo levanta la mirada, exhausto y desesperanzado y ve el brillo blanco. Gritan su nombre, pero ella está demasiado contenta, con el viento cantándole en los oídos. El día se acaba y la luz lentamente se va, para dejar paso al titilar de las estrellas en la acunada cúpula celeste. Ella, la muchacha del vestido blanco y el lazo rojo y el cabello largo y castaño, ya no corre. Ella está en paz. Entonces se detiene el viento. Cae el pesado manto del silencio. Las personas se apresuran a subir la colina antes de que muera la luz del atardecer. El bosque se estremece y las pocas aves que quedaban emprenden un histérico vuelo hacia la noche. Entonces el viento grita, en agonía tremenda. Luego... Luego es el calor y la luz y el estruendo y la tremenda ola de fuego rojo y amarillo que se abalanza sobre las montañas y se derrama en el valle, arrasándolo todo, evaporando el rio, quemando los cultivos, llevándose por delante las humildes viviendas de los campesinos, tomando el naranja del bosque nuevo y convirtiéndolo en gris ceniza madera, gris ceniza hueso. Ahoga los gritos de las personas en la falda de la colina y arrasa con la parte baja del bosque viejo. Luego choca con la muralla de basalto y la asciende lentamente, devolviendo la piedra l calor y la liquidez de su origen volcánico. Y, por último, llega a la cima y allí explota como una gigantesca bengala de fuego y muerte y se derrama por toda la colina. Incendia el vestido blanco, quema el cabello castaño y el lazo rojo y luego muerde la piel morena, quemando la grasa, derritiendo los músculos, haciendo explotar los huesos dentro del cuerpo, extinguiendo a la muchacha al mismo tiempo que la inmola junto con todo lo que alguna vez conoció. Luego sigue su avance con una velocidad tremenda y llega hasta el círculo de montañas que sellan el valle por completo en el sur. Una vez más las montañas con sus coronas de nieve blanca no pueden contenerla.
Cientos de kilómetros al norte, un hombre se levanta, todo fuego lejos de él. Está en el centro de un cráter de proporciones gigantescas y lo único que ve es ceniza. Ceniza en el suelo y ceniza que cae. De repente, el hombre cae de rodillas y vomita, un charco amarillo sobre gris ceniza. Levanta las manos y se mesa los cabellos, con rabia, con fuerza. Llora y sus lágrimas caen humeando, levantando pequeñas nubes de polvo volcánico. Luego se levanta y se va, lentamente, caminando. Con fuerza, escritas sobre el lodo de vómito y lágrimas y ceniza que quedó en el centro del cráter, perennes como el polvo, quedan sus palabras:
"C'est pour cela que je suis née,
Ne me plaignez pas,
C'est pour cela que je suis née..."
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