Saturnino Carrioni a esa hora de nona siempre se encontraba sentado en la ajedrezada terraza, reposando con el sombrero echado de medio lado y limpiando con un trapo sus zapatos “Sir Majestic” de dos tonos.
--¡Que hay Saturnino!--, lo saludó Aldo.
--Che vi Aldo--, dijo Saturnino. ¿Cómo están las vainas?
-- Las vainas están fregadas--, dijo Aldo. Vengo del funeral de Marcelino.
-- ¿De qué murió, i poveri? --, pregunto Saturnino.
-- Lo mató el ron y la miseria--, dijo Aldo.
-- Esas dos cosas mío caro--, dijo saturnino. Es lo único que nos acompañará hasta el final.
--¡Y no te vayas muy lejos!--, dijo saturnino. Yo estoy en las mismas: de duelo.
-- ¡Así es la cosa!--, dijo sorprendido Aldo. ¿Y quién se murió?
--¡Grazie a le palle Santis!--, dijo el italiano. Que se murió esa hija de puta de la suegra mía. Así que mí estimado amigo, por esa jugada maestra de la muerte brindemos. Aldo sonrió mientras saturnino destapaba el par de cervezas con los dientes. En ese instante del brindis, su esposa le manoteó por la espalda.
-- ¡Me asustaste, faccia cazzo!--, exclamó Saturnino. La mujer con los ojos hinchados por el llanto lo miró con ira reprimida.
-- ¡Falta- un- cuarto- para- las- cuatro! --, le dijo escupiendo las palabras.
¿A qué hora vienen los dolientes? Preguntó Saturnino sin mirarla.
Ella no contestó. Se agarró el pelo con un ganchete de nácar y se estiró el vestido. Fue una mujer hermosa, pero el sufrimiento la hacía ver más vieja de lo que realmente era.
-- ¡Hay que comprar el cajón para mi madre!--, gritó la mujer.
Aldo, escuchó absorto la discusión pensando una y otra vez en lo significativo que era para algunas personas morirse.
Saturnino, recibió con rabia el dinero para la compra del ataúd, pero no estaba dispuesto a cumplir esta vez con los deseos de su esposa. O compraba uno barato, o nada. Entonces para darle ánimos y que ella creyera en su buena voluntad, le preguntó:
¿Y cuánto costará che merda?
--¡No lo sé! --, dijo la mujer en un tono glacial.
Saturnino encendió un cigarrillo. En la casa se oían llantos. La tarde continuaba amenazando con lluvia y Saturnino que nunca había sentido afecto por su feroz suegra, a regañadientes se colocó el ajado saco blanco, se amarró la cinta negra en el brazo en señal de duelo y agarró el paraguas Linares de cacha de madera.
--Acompáñame Aldo--, propuso saturnino. En el camino nos tiramos diverses birra.
Eran trescientos cincuenta pesos y le dolía en el alma tener que sacar un solo peso para el ataúd. Su mujer, se había empecinado que tenía que ser el mejor, el más bonito y qué fuera de color caoba con asas de color dorado, porque esa fue la última voluntad de la finada.
--como si fueran a poner a concursar el hijueputa cajón--, dijo Saturnino.
-- cómprale un par de goleros--, dijo Aldo riendo.
-- no le haría ese mal a ni a mi peor enemigo--, dijo saturnino. Menos a esos pobres gli animali.
--Cuando uno se muere, qué importan ya las formas y los colores, los estilos y mil vanidades, si al final en la segunda muerte, eres carne que se pudre y tan solo quedas en este mundo como un inmemorable recuerdo’’--, pensó Aldo.
Que no tenía sentido, que no entendía lo de su mujer, y seguía con la furiosa perorata Saturnino.
-- ¡nosotros somos pobres! -- ¿Para qué comprar algo tan costoso? ¡Si igual mío caro! A ese escombro se lo van a tirar los gusanos.
El problema en todo el asunto era que él, no estaba dispuesto a pagar más de cincuenta pesos así que regatearía, porqué a esa vieja pécora la mandaba al infierno en la quinta rueda de un coche. Vio uno del color y la forma que le había descrito Arminta y entró sin prisa al fúnebre lugar.
¿Cuánto cuesta este ataúd? Preguntó Saturnino.
Plutonio Romero, el dueño de la escuálida funeraria estaba bostezando en ese instante y diciéndole a su esposa que en esta ciudad la muerte se había olvidado de ellos. Se le había puesto dura la competencia. Entonces, brincó como un felino, y pensó: -- “vienen con cara de aburridos, dé seguro les vendo‘’--.
-- Trescientos pesos --, dijo Plutonio con cara de buitre. Saturnino se secó la frente con el pañuelo impregnado de agua florida, no podía creer lo acababa de escuchar.
--¿Qué te parece?--, dijo saturnino. Esto es un atraco.
-- De seguro el cajón es de oro --, dijo Aldo.
¡No es de oro caballero!, exclamó con rabia Plutonio. Pero es de una madera muy fina y de acabados exquisitos en turmalina azul y asas de bronce egipcio.
¿No tiene algo más barato? preguntó Saturnino.
-- Puede ser que lo tenga --, dijo plutonio. Quizá haya uno que se ajuste a su presupuesto, y le mostró uno de tono marrón y bordes brillantes, un poco más sencillo.
-- Este cuesta la módica suma de doscientos pesos--, dijo. Y le doy un termo de café y una vieja que llora por una hora en el entierro.
-- las vieja que llora ya la tiene--, dijo Aldo sirviéndose un vaso con ron.
Saturnino miró al vendedor dándole a entender que traía muy poco dinero.
--¡No!, no me sirve ese precio, caro mío--, dijo. Quiero con toda mi alma, uno más barato.
Plutonio se estrujaba la corbata contrariado por tan mal negocio que se veía venir.
--Mi querido amigo le tengo la solución--, dijo tronándose los dedos. En estos días me llegaron unos cajones rumanos, típicos Conde de Drácula, muy económicos.
Saturnino rompió a reír por la ocurrencia del tipejo. Aldo observaba abstraído la escena tomando directamente del pico de la botella.
--“Definitivamente el alcohol y los resentimientos pueden más que cualquier razón y caridad”--, pensó Aldo.
Caminaron hasta el final del tétrico pasillo y entraron a un salón donde habían cinco ataúdes de un negro intenso y acharolado. Plutonio acarició uno de ellos riendo complacido.
--“El cierre de la venta está cerca”--, pensó.
-- Estos cuestan ciento veinte pesos--, dijo el funerario. Son de buena calidad y recuerde que son importados.
-- Necesito algo aún más barato--, dijo malévolamente saturnino mientras encendía un lucky. Tiene que tenerlo o sino la jugada esta scopata.
Plutonio lo miró con odio.
¡Dígame algo señor mío! Dijo, ¿para quién carajo es el cajón?
-- Para mi vergaja suegra --, respondió Saturnino entornando los ojos por los humos de la ebriedad.
Plutonio aplacó la rabia que lo invadía.
¡Haberlo dicho antes! Dijo. Para ese tipo de casos tengo uno qué ni regalado.
-- éste es el suyo mi estimado amigo--, prosiguió. Sé lo dejo en setenta pesos, ni un peso más ni un peso menos. Son de cativa curada, en color natural y eso sí, se le ven las cabezas de los clavos pero por ese precio no hay nada mejor.
Saturnino se sentó y saco otro pañuelo, esta vez impregnado de agua de Roma, sudaba a chorros.
-- ¡No me lo deja en cincuenta!--, dijo. Es lo único que traigo.
El funerario se agarró la cabeza, quería llorar, sus ojos destellaban muerte.
-- Lo lamento amigo--, dijo con voz de ultratumba. Le va tocar enterrar a su puta suegra en una bolsa.
Salieron muertos de la risa y terminaron bebiendo en un burdel, gastándose en su totalidad el dinero del cajón.
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