Ayer tuve un mal sueño—dijo Licurgo. Soñé que me caía una lluvia de mierda de pájaro, mi abuela decía que era pronóstico de que alguien conocido se iba a morir.

-- Seré yo--, le dijo Cosme. Me está matando la soledad.

Y entre carcajadas por la ocurrencia, brindaron por la larga amistad que los unía.

-- Esta mañana, algunas personas en la calle me gritaron loco--, dijo Cosme.

--No hagas caso a la gente --, le contestó Licurgo. Todos en este mundo de alguna u otra forma estamos locos.

¿Qué es la locura? Se preguntó Cosme con la mirada puesta en punto lejano.

–ah…, la locura, ese don divino padecido por los genios--, dijo Licurgo. Locura es terminar haciendo las mismas cosas una y otra vez, esperando resultados diferentes. No recuerdo quien lo dijo, pero de que es así, es así. Además mí estimado amigo, grandes genios y personajes de la historia la han padecido: Alexander Thorkel, Isaac Newton, Juana la loca, Gustavo III, Maupassant, Verlaine, Van Gogh, Nietzsche y otros que, ahora no puedo recordar. Cosme rompió a reír con las palabras alentadoras de su amigo, luego; pidió otra ronda de ron y encendió un cigarrillo.

--A veces no sé, si vivo en la realidad o en mi imaginación--, dijo Cosme. También a veces me apremia un pesar enorme de mí mismo.

--Eso es auto conmiseración mí querido amigo--, le dijo Licurgo en tono analítico. Cosme lo miró con rabia, comprendiendo lo que su amigo quiso decirle.

--También piensas que me estoy volviendo loco--, dijo con tristeza. Me voy a morir solo.

—No es que uno se muera solo --, dijo Licurgo. Si no, porque nadie puede morir en nuestro lugar.

–Entonces estamos solos para ser lo que somos y para vivir lo que vivimos – dijo Cosme. Prefiero morir que seguir viviendo de esta manera.

—Así es la vida de los muertos en vida--, dijo Licurgo, tomándose la copa del estribo.

—Es por eso mi querido amigo—, continuo Licurgo. Y lo decía un famoso pensador: que el aislamiento de un ser humano, es la excepción, y la soledad, la regla. Es el precio que hay que pagar para ser uno mismo. Y diciendo estas palabras, se dispuso a marcharse.

Cosme al ver que su amigo se iba lo tomó por el brazo.

-- no te vayas tan pronto --. Le dijo. Charlemos un rato más, tengo miedo de quedarme solo.

A lo lejos, se escuchó una sirena que se aproximaba a toda prisa. La ambulancia del manicomio municipal se detuvo enfrente del bar y de ella bajaron tres personas vestidas de blanco. Una de ellas, traía en las manos una camisa de fuerza. El más viejo de los tipos, se acercó cauteloso para hablar con el cantinero y este a su vez le señaló la mesa. Cosme alzó la mirada y miro extrañado a su entorno.

El doctor exclamó: --¡al fin te encontramos!--. ¡Es la quinta vez que te nos escapas!

Cosme seguía como ensimismado. Ya se acercaban los fornidos enfermeros para apresarlo, cuando los detuvo con un gesto.

--Déjenme hablar por última vez con Licurgo--, dijo, señalando la salida. El siquiatra movió apesarado la cabeza.

— ¡No hay ninguna otra persona aquí con ese nombre! --, dijo. El único Licurgo Linares que hay aquí: eres tú.

¡Eso es mentira! Gritó. Mi nombre es Cosme Cristancho.

-- Don Cosme Cristancho está muerto hace veinte años—dijo el médico.

— ¡No puede ser, es una locura!—, se repetía. Si yo soy Cosme, como voy a estar muerto. Todos en el bar miraban despectivamente la escena.

Al fin, más calmado pero con ojos desorbitados pregunto: ¿Por fin doctor, quien soy yo?

El anciano suspiró resignado y lo miró con lastima.

—Tú eres Licurgo Linares--, le dijo.

¿Entonces, quién es Cosme Cristancho? Volvió a preguntar el orate.

El lacaniano viejo sonrió ante la necia pregunta.

-- Fue aquel amigo tuyo que mataste porque te dijo que estabas loco.