La desdicha llegaría a Humberto, un día que decidió asistir a una nueva iglesia. Es un habitante de una ciudad en la que cada día matan a por lo menos cuatro personas, nunca puso atención a esa estadística, pero ese día él sería parte de ella. Por la mañana se levantó a las nueve, desayunó, se cepilló los dientes, se bañó, se vistió y luego acompañó a su padre a hacer el mercado de fruta en una plaza extensa a la que se dirige todo tipo de personas, tanto ricos como pobres. Allí, donde venden todo tipo de frutas, les ofrecieron una porción de patilla mientras hacían sus compras.
La señora que siempre los atendía, le dijo a Humberto que se afeitara la barba que tenía debajo de la barbilla, pues se veía muy viejo. Tenía diez y ocho años, y estaba por ingresar al tercer semestre de ingeniería civil en una universidad privada. Luego de adquirir todo lo que consideraban necesario para un mes, se llevaron las bolsas que estaban muy pesadas hasta la calle más próxima en la que conseguirían un taxi, que los llevaría al edificio en el que viven. Para poder subir las bolsas al capo del vehículo, Humberto y su padre tuvieron que darles varios empellones para que se introdujeran en el carro.
Después de almorzar y ver un rato televisión, Humberto decidió que quería asistir a una iglesia a la que no había asistido antes. Llamó por su celular a un conocido de esa congregación y le pidió que lo acompañara para que no se sintiera solo. Cogió un bus que lo condujo hasta el sitio de oración, y apenas llegó, volvió a llamar a su compañero, quien le dijo que se demoraba en llegar, por lo que era mejor que ingresara y se vinculara al culto, esto le produjo un poco de furia a Humberto pero la supo controlar. Ingresó a la edificación religiosa, y cantó algunas canciones que propusieron en el tiempo de alabanza, hubo otras que no conocía, por lo que para no quedar mal con los demás, intentó tararearlas con el propósito de que los otros participantes, pensaran que era un sujeto muy espiritual que conocía todos los cánticos cristianos.
Cuando la reunión terminó, el conocido de Humberto quiso invitarlo a una comida, a lo cual él aceptó gustoso. Había una llovizna, por lo que tuvieron que esperar un rato a que escampara. Posteriormente se dirigieron en un ómnibus a una casa más o menos cercana en la que departieron por un rato. Como Humberto es tan flemático, casi no habló, sólo estuvo riéndose de los chistes que los demás hacían. A las siete de la noche la dueña de la casa salió con un amigo y trajo en un zurrón panes y aparte una botella de gaseosa. A las nueve de la noche Humberto ya se quería ir para su apartamento, bueno, el de sus padres, pero, su compañero lo instó para que se quedara un lapso más. Como Humberto no tenía mucha fuerza de voluntad, accedió a permanecer un tiempo adicional. Si se hubiera ido a esa hora, quizás no lo hubieran asesinado.
A las diez de la noche, por unanimidad, decidieron que ya era hora de regresar a la residencia de cada uno; antes de que todos se fueran, la propietaria del lugar en el que se encontraba les regaló una cereza como regalo final. Humberto se fue con su camarada y dos compañeras más a coger el bus que más les servía. Humberto no tenía claro dónde estaba ubicado, pero al llegar a la estación de buses principal de la ciudad, supo qué transporte le servía, cogió uno de los últimos buses del día. Eran las once de la noche, cuando Humberto cogió el bus que lo llevaba hasta su hogar, no consiguió un asiento, por lo que le tocó ubicarse parado cogiendo uno de los tubos diseñados precisamente para los momentos en los que el vehículo está muy lleno. Estuvo bostezando todo el trayecto.
Cuando el bus llegó a la estación en la que Humberto tenía que bajarse, eran las once y media de la noche, sólo se bajó él, nadie más se quedó en esa estación, salió y se encaminó hacia su vivienda. Vio a dos hombres, caminado delante de él, uno no tenía saco ni chaqueta, sólo una camiseta roja, y el otro tenía un saco negro, y una cachucha que Humberto no supo diferenciar de color. Delante de los dos sujetos iba otro hombre, musculoso, con una maleta; al parecer los dos individuos iban a robar al tipo que iba más adelante, pero cuando vieron que Humberto venía detrás de ellos, empezaron a caminar más despacio y cambiaron su rumbo, pues iban por la cuadra paralela a la de Humberto, este último, siguió caminando tranquilo, pasó cerca de ellos confiado en que Dios lo protegiera de cualquier tragedia.
Cuando Humberto les llevaba una distancia de más de dos metros, uno le habló – ¿tienes horas socio? -, Humberto no quiso responder y siguió caminando como si no hubiera escuchado nada, una vez más el delincuente repitió - ¿Tiene horas socio? –, Humberto se sintió fastidiado por la repetición, por lo que se detuvo, volteó su cabeza y con las manos extendidas le espetó – No tengo horas -. Fue ese el momento en el que el ladrón que tenía cachucha se le acercó; Humberto alzó sus manos al cielo y le dijo – no me haga daño, por favor -, el malhechor le esculcó uno de los bolsillos, allí tenía el celular, se lo arrebató, después le dijo que le pasara la maleta, en la cual Humberto llevaba su Biblia de hace cinco años, un cuaderno para anotar la prédica del día y un esfero. Seguidamente, el otro ladrón se acercó y sacó un puñal, Humberto estaba inmóvil de lo aterrorizado que estaba, el bandido le dijo – se lo toteo -.
A pesar de que Humberto no opuso resistencia, el maleante le introdujo el cuchillo en el vientre, produciendo en Humberto un grito horroroso - ¡ah!, ayúdame Dios, como lo has prometido siempre -. Los rateros se fueron caminando por donde venían. Humberto no sabía qué hacer, estaba a una cuadra de su casa, sus padres y su hermano lo estaban esperando, un taxi pasó cerca de donde estaba Humberto, un hombre salió y lo auxilió, lo metió en el carro, en el que había una señora y el conductor. El hombre le dijo al taxista – llevemos este hombre al hospital más cercano que haya -. El taxista lo pensó por un momento, y aceleró para encontrar la clínica más cercana. Se tardaron cinco minutos en llegar, lo atendieron inmediatamente, pero no se pudo hacer nada. Humberto falleció inobjetablemente.
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