En la escuela de Bellas Artes, aprendí un poco de enseñanza académica, material que permanece indemne en mi memoria. Pero lo que más recuerdo son mis compañeros, todos personajes con diferentes oficios y que acudían puntuales a las clases.

No olvido a Encina (su nombre se me escapó en la neblina de los años). El trabajaba en el hospital San Juan de Dios y en medio de sus ocupaciones habituales, se dedicaba a pintar retratos de sus compañeros, con la particularidad de que ninguno de ellos se parecía a los modelos y lo que entregaba era una pintura de cualquier persona.

Lo curioso es que sus clientes no reclamaban. Lejos de eso, se maravillaban con esas efigies y partían felices a divulgar dicho arte. Yo, algún día de visita, me percaté de esta situación y le consulté si no sentía un poco de remordimiento. Se río a carcajadas.

-Patrañas, esto es arte, muchacho. Si ellos quieren fotografías, acudirán al señor fotógrafo.

Encina tenía unos treinta años más que yo y por lo tanto, su visión de la vida carecía de esos elementos mágicos que a mí me provocaban comezón. Yo estaba influido por los grandes maestros, él, por sus propios dioses.

-En veinte o treinta años más, fregó Encina y nadie se acordará de él- rubricó, con esa filosofía puntiaguda, que me hacía sangrar los sentidos. Algo de razón tenía. Pero, no pude sacarme de encima esa sensación de fraude que se parecía mucho a un robo en despoblado.

También me hice un poco amigo de Venegas, un muchacho un tanto orejón, laborioso, pero con muy poco talento. A él lo que lo motivaba era la música y por lo tanto, coleccionaba esos discos grandes y negros lustrosos a los que se les denominaba long play. Parco de palabras, no entiendo como pude amistarme con él, siendo que yo también practicaba el mutismo.

Años después, lo vi en un programa de TV explicando cómo se hacían los retratos hablados. Había ingresado a la policía de investigaciones y allí se dedicaba a dibujar bocetos de personas que probablemente no se parecerían en nada a los individuos buscados.

Para no latearlos, finalizaré con una señora que tampoco tenía muchas condiciones para el dibujo. La tal dama, al parecer, provenía de esos estratos un tanto acomodados y por lo mismo, tenía mucho tiempo para dedicarse a visitar exposiciones, leer obras de los grandes autores y siendo un tanto extravagante, me causaba mucho cuidado toparme con ella.

Cierta tarde, me dijo de sopetón: ¡Me gusta tu cabeza! ¿Cuándo me permitirás pintarla?
Una extraña sensación me acobardó. Me imaginé descabezado y la mujer haciendo un causeo con mis sesos. Nada más le sonreí y la sorteé cuanto pude. No quise ser uno más de esos seres espurios, sin identidad, trazados con la orfandad de talento más absoluta.

Este es un retrato algo acotado de esos pocos personajes que aprehendí con la mayor precisión posible. Aseguro que si ellos leyeran esto, pensarían que hablo de otra gente.