La lluvia caía a cantaros y se sentía en el ambiente un penetrante olor a tierra mojada y a pescado. Aldo corrió y se guareció en la terraza de la casa de Atanor García. El senil boga estaba meciéndose pensativo en un chinchorro que colgaba de las envejecidas vigas de madera. Aldo, posó su mirada en un rincón de la sala, porque allí tirada en un sucio camastro se encontraba la mujer de Atanor: Sofía Armenta. Atanor se levantó y le dio un abrazo.
--Se está muriendo --, dijo.
--la muerte es así--, dijo Aldo. Inevitable como la misma idea de dios, recuerda que él la invento.
¿Cuándo vendrá el cura a darme la despedida para el infierno? Preguntó Sofía. ¡Me voy a morir sin confesarme!
Atanor la miró compasivamente.
-- Debe estar haciendo el recorrido de los enfermos --, le dijo.
-- ¡Cuáles enfermos!--, gritó ella. Si en esta miserable ciudad todo el mundo se murió.
La lluvia estaba aminorando y la polvorienta calle era un amasijo de fango. Él padre Fulgencio venía al paso que marcaba su viejo mulo. Los dos monaguillos que le acompañaban venían aburridos. Él decrepito traía una vieja sombrilla y una botella de alhucema que destapaba a cada rato para refrescarse de la humedad sofocante que había dejado el aguacero. Atanor fue a buscar una mecedora y sacó una botella de ron añejo. La moribunda se incorporó como pudo, se recogió el cabello y se puso un vestido negro, no quería irse de este mundo tan desaliñada. Él Cura ayudado por los flojos sacristanes se bajó del coche y entró caminando tembloroso, mientras el canoso mulo sacaba su enorme verga y soltaba un sonoro chorro de orín.
-- Ya no estoy para estos trotes --. Dijo. Luego, se remangó los puños de la sotana y se echó un poco del menjunje en la frente.
¡El próximo que se va soy yo! Se dijo.
-- Ojalá y sea pronto--, dijo Sofía. Usted y los de su calaña parecen inmortales.
Sofía observó al cura con sarcasmo, pues en los últimos veinte años no se las había llevado bien con Dios ni con la religión. Desde que había hecho la primera comunión nunca había vuelto a asistir a una misa, tampoco se había vuelto a confesar y llevaba treinta años de vivir en concubinato con Atanor. Tiempo después había quedado en la miseria, eso sin contar la tuberculosis que la tenía al borde de la muerte. El sacerdote recibió el trago de ron chasqueando sus delgados labios, y con un gesto pidió que los dejaran solos.
¿Dime hija, necesito saber cuan arrepentida estás? Le preguntó. La respiración de Sofía era entrecortada y tenía que agarrarse de las rodillas para poder hablar.
-- Mire padre arrepentida no estoy de nada--, dijo. En todo caso mis sufrimientos y mí sordidez la he vivido yo, pero quiero complacer por última vez a Atanor y confesarme porque lo que es a mí, en toda esta mierda de la religión y sus perendengues se me perdió la fe y las esperanzas hace mucho tiempo. Su Dios hace tiempo que se olvidó de mí, y yo de él. Él padre se acarició pensativo la cana barba. No pudo recordar el nombre del santo que había escrito el pasaje teológico, pero sí rememoró lo que decía: ’’ La fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio’’.
-- El creer o no en Dios no depende del sufrimiento que hayas tenido hija—, dijo él cura. Sino de la gracia y de la virtud de la humildad con que lo has soportado.
-- Por lo tanto --, prosiguió. Debes confesar tus pecados mortales con vistas a la salvación de tu alma, o sea hija mía, para poder darte la absolución y restituirte la gracia perdida por tus pecados. Es parte esencial del Sacramento de Reconciliación por el cual Dios te va a perdonar. Por eso quiero que hagas una buena confesión. Sofía continuaba tosiendo y escupiendo sangre, pero su orgullo le dio fuerzas para seguir hablando.
-- De todas formas--, dijo. Usted no vino a verme morir en balde. Así que acérquese para poder confesarme, solo que lo que va a escuchar es cruel y doloroso. Él padre acercó su oído a la altura de la boca de la moribunda.
Se quedó atónito con lo que escuchó en la confesión y eso que en sus setenta y cinco años de ser sacerdote había escuchado terribles e incontables confesiones, pero nunca como esta. Una suave brisa se internó en el tétrico cuarto. Hizo la oración de absolución de los pecados y le administró el Sacramentum Exeuntium, ungiendo su frente y sus manos con óleo. Luego, le dio un último sacramento conocido como el viático. Después de recibirlos, se quedó como dormida, cómo si hubiese recibido una paz intensa en su larga miseria.
¿Ya se fue padre?, Preguntó Atanor. ¿Se arrepintió de todo y se confesó?
El cura lo miró con ironía.
--¡Ella se confesó!--, exclamó. Lo de cuanto se arrepintió y me dijo hace parte del sigilo sacramental.
--¿Padre, usted cree que a donde se haya ido este tranquila y en paz con Dios?--. Le preguntó Atanor.
Él cura le pegó un grito a los flojos acólitos que, asustados se cayeron de la mecedora que compartían. Un nuevo sereno comenzó a caer envolviendo el ambiente con un manto de tristeza. Él cura se tomó el trago del estribo y caminó hacía el coche.
-- Mira Atanor--, dijo el cura. Supongo que Dios en su infinita piedad la habrá perdonado, pero igual te toca rezar mucho para ganar indulgencias para el alma de Sofía, para que esta sea purificada en el purgatorio.
--¿Y eso cómo es Padre?--. Preguntó Atanor en su ignorancia religiosa.
Él cura, sentado de medio lado como para echarse un pedo, entornó los ojos para contestar.
-- Eso es que tienes que hacer las novenas—, dijo. Y por cada oración que hagas serán cien días de indulgencia. Después, pasas por la iglesia y le mandas hacer cuatro misas mensuales por el resto del año. Además, debes cargar siempre a los santos en las procesiones y también no olvides dar las limosnas dominicales y las ofrendas decembrinas.
Atanor lo miró sorprendido.
--¡Y esa vaina no es mucho padre!--, exclamó.
Él sacerdote, levantó su mano en gesto de despedida y le dijo:
--Tú verás hijo mío si dejas a la muy puta en el infierno.
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