GAJES DEL OFICIO
Cinco mañanas a la semana cumplo sagradamente con el ritual. Abro la puerta, saludo a la Estelita y a la Marisol. Entro a “mi” oficina y enciendo el computador. Mientras carga, tomo asiento y un suspiro de resignación se me escapa incontrolable del pecho. Se me viene a la cabeza una multitud enardecida de pensamientos, pero opto por silenciarlos de golpe antes de que el suspiro finalice su ciclo melancólico y me envalentone para mandar todo al carajo.
Llevo apenas un año y medio trabajando allí. La Estelita lleva 36. La semana pasada celebramos su cumpleaños número 60. Estaba contenta porque el sueño de toda su vida ha sido jubilar. Yo no quiero tener ese sueño.
“Mi” oficina no tiene ventanas. “Mi” oficina no tiene adornos, o al menos yo no he puesto nada. Llevaba un par de meses ya instalado allí, cuando alguien hizo un comentario sobre un cuadro colgado detrás de mí. Yo ni siquiera lo había visto, seguramente el burócrata al que reemplacé lo había colocado cuando era “su” oficina.
Compré un pajarito tallado en madera en el sur durante mis vacaciones. Tiene el pecho rojo y el lomo gris, y está apoyado en una ramita de un tronco real, sacado de un árbol cuyo nombre consulté al artesano que lo vendía, pero ya lo he olvidado, como suele ocurrir cuando se es turista. Era un bonito adorno para la oficina opaca en la que trabajo. Mi idea era colgarlo en la pared frente a mí, para recordar los paisajes y bosques sureños. Pero no lo hice, ¿para qué? Se lo regalé a mi Tío Eugenio, que tiene un talento especial para empolvar obsequios. Yo no podría respirar con semejante símbolo de contradicción frente a mis narices. Un pajarito tallado en madera, comprado por un turista que ignora de qué árbol salió, enjaulado a perpetuidad en una oficina sin ventanas, destinado a mirar de frente mi mediocridad. No necesito testigos de ello, me basta con la columna encorvada, la tendinitis en las muñecas, y los ojos dolientes frente al computador.
La Estelita entra y me ofrece galletas. Sonríe y bromea con algo. Yo la observo y no me causa gracia. Sólo veo sus arrugas telúricas, sus ojos tristes pintados a la fuerza, veo sus décadas, sus siglos, sus milenios. La veo petrificada, o tal vez tallada en madera, colgada en la oficina de algún burócrata, contemplando en silencio su inexistencia.
Son gajes del oficio, me digo a mi mismo, y saco una galletita.
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