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Subió por la avenida de los estudiantes y pasó raudo por la calle del coco solo. Se encontró con unos amigos del muerto en la puerta. Era un trío inmejorable: estaba Nicanor Marimon, un jubilado músico que fue dueño de una famosa banda de instrumentos de viento, y a su lado; un tipejo seco, al que solo se le conocía como “manigueta”. El tipo era un retirado arreglador de cadáveres que despedía siempre un infame olor a formaldehido. Y en medio de ellos rascándose la caspa detrás de las orejas estaba: Pancracio Pérez, un limpiador de tumbas del cementerio universal.

-- ¡q’hubo Aldo!--, lo saludó Nicanor. Como están las vainas.

-- ¡la vaina esta fregada!--, dijo Aldo. ¡Ya ves, nos estamos muriendo!

-- ¡así es mi querido escribiente!-- dijo Pancracio. Ya quedamos pocos de la vieja guardia.

La brisa de la tarde y el tétrico ambiente le produjo nostalgia.

¿Y sigues escribiendo historias? Preguntó “Manigueta”.

--En este mundo todo está escrito ya--, contestó Aldo.

--¿Entonces qué haces ahora? preguntó Nicanor.

¡Morirme todos los días! Exclamó Aldo.

En la acera de enfrente venía sudando como caballo, Severino Pérez. En su cuello colgaban miles de escapularios y con una cruz de ceniza indeleble por siempre en la frente, venía de su recorrido purgatorio por las siete iglesias, siempre desde San Nicolás hasta la iglesia del Socorro.

Severino se acercó. ¡No joda! ¿Todavía están velando a este muerto? Preguntó en tono de burla. Luego, les repartió estampitas de la virgen de Chiquinquirá y botó el agua bendita que traía en una vasija mugrienta para que le sirvieran un trago de ron.

--Entiérrenlo pronto--, dijo Severino. Es que su fantasma anda dando que hacer. Se la pasa jodiendo a los borrachitos de la treinta y nueve, y creo que ya se llevó a tres.

--Es que al compadre--, dijo manigueta. No le gustaba beber solo.

-- La treinta y nueve era uno de sus sitios preferidos--, dijo alguien.

--Hay que hacerle la oración del perro --, dijo Pancracio. Porque nos agarra fin de año y carnavales en este velorio...

Y siguieron brindando por cualquier recuerdo y fue cuando Aldo, le puso cuidado al cuento que inició Pancracio.

--Estaba esa tarde atrapado por el sopor de la modorra. Me había tocado en mi larga experiencia de limpiador de tumbas presenciar todo tipo de entierros. Así que saque mi balde, un tarro de cera de pulir y un cepillo de fregar y mi inseparable trapo rojo. Entonces, escuché doblar las campanas anunciando la cita de un difunto con su morada final.

Dejé de golpe mí onicofagia y me quite la gorra ¡porque yo! soy muy respetuoso con la muerte. De pronto, vi entrar detrás del entierro a un hombre distinguido, un tipo portador de un extraño donaire. Hasta ese momento jamás había visto en mi vida a una persona tan bien vestida y con tanta aristocracia, solo los había visto vestido así, en las películas y en algunos libros con dibujos. Él tipo ostentaba un traje negro de frac y descansando sobre sus hombros tenía un clámide de lujosos bordados. Tenía relucientes zapatos de charol de dos tonos, un bastón de punta recta y cabeza de águila de marfil ¡ah! y un sombrero ala de cuervo de copa ancha que traía abrazado. Y de remate, una leontina reluciente que pendía cruzada de su bolsillo derecho. Su rostro era granítico, casi perfecto. Su pelo era negro azabache y lo traía engominado haciendo juego con la indumentaria.

Yo me avive presintiendo que ese tenía que ser un buen cliente.

-- ¿Le limpio alguna tumba patrón?-----, le pregunté.

--¡Necesito limpiar una tumba!--, dijo.

Me sentí sobrecogido con su gutural voz. El hombre dijo llamarse Pedro Lebbori.

Era una tumba enmohecida por el inexorable paso del tiempo. La hiedra y un sedimento de color marrón, hacían que el nombre y el epitafio fuesen ilegibles. Yo inicié mi trabajo de limpieza y pulimento. Entonces traté de entablar conversación con el caballero, pero él tipo era hermético. Así que me dediqué a lo mío. El tipo, llevaba poco más de una hora en silencio. Lo que no entendía era porqué, aquel misterioso hombre no era muy conversador ¡si yo y todo el mundo lo dice! tengo fama de ser un ameno y amigable conversador. Él tipo solo se dedicó a mirar nostálgico como se hacía la limpieza de la tumba.

Entonces la tarde comenzó a caer y el ocaso anunciaba su inevitable presencia; ¡y miren como me erizo cuando lo recuerdo! se sentía esa apabullante paz que le da una aureola de misterio a los cementerios. Pronto el viejo Macario cerraría las puertas del camposanto para darle paso al silencio majestuoso de los sepulcros. Un feroz moho que tercamente se negaba a salir de la placa fúnebre estaba cayendo, y un inmenso orgullo se apoderó de mí, pues conozco como nadie mí oficio. Me di la vuelta y le pregunté:

-- ¿Qué hermoso trabajo, no le parece?--.

Pero solo me respondió la soledad del cementerio. En ese instante, escuché a lo lejos el canto de un sinsonte y una brisa aullante me hizo dar escalofríos. No podía ser que un caballero tan serio, se hubiese ido sin pagarme, eso no estaba bien. Pero ya no podía hacer nada así que, me encogí de hombros y empecé a guardar mis herramientas.

Hizo un receso y todos aprovecharon para tirarse otro trago de ron 17.

--aquí es donde viene lo mejor del cuento--, dijo Pancracio y encendió un cigarrillo.

Volví mi rostro para contemplar por última vez la tumba, cuándo al leer el pulido epitafio no daba crédito a lo que estaba leyendo; un frio me recorrió los huesos.

Releía el ahora reluciente epitafio platónico que decía: ‘’….Una añoranza de regresar a la verdadera morada del alma’’-- Pedro Lebbori-(Génova Enero15 de 1895—Barranquilla 15 de marzo de 1942’’). Me persigné, y lo comprendí todo, entonces afanado empecé a buscar la salida del cementerio, estaba anonadado.

--¡jajá!, muy buena la historia--, dijo Nicanor. Pero que tiene de raro que un fantasma le salga a uno.

--el tipo era un alma en pena --, dijo “Manigueta”.

-- ¡No joda compadre!--, dijo Pancracio. Es que yo creía que a los difuntos que salían después de muertos: ni hablaban ni se les veía los pies. Y todos soltaron una carcajada.

Y así continuaron los comentarios y las historias: ¡qué si esto!, ¡qué si lo otro!, ¡qué lo mató la peste de diarrea el tablón!, ¡qué fue un trago malo que le dieron!, ¡qué si había sido un gran hombre!, ¡qué un hijueputa!, ¡qué un mujeriego!

Aldo entró al dantesco lugar. La fumarola irrespirable de olor ha muerto revuelta con el olor de rosas marchitas y alcanfor, sudores agrios, alcohol y tabaco se confabulaba haciendo del ambiente de la sala de velación: un lugar deprimente y hediento. La esposa, daba alaridos al lado del ataúd. Del otro lado estaba la vieja Ludovica, (una vieja traída de los confines del cementerio católico) rezando con palabras ininteligibles su rosario de cuentas negras y encima de la pollera mugrienta reposaba una bolsa de bolas de coco que se metía en la boca en cada cuenta del rosario, para aplacar la resequedad de sus comisuras boquerosas.

El difunto, tenía ya varios tonos en su cara, su cuerpo pedía hueco, porque varias moscas verdes se le posaron en la coronilla. Uno de los compadres se levantó y con un periódico enrollado se las espantó. Algunos, se burlaban de la vida y de la muerte con sus chistes e impudicias, y otros miraban de reojo las piernas de las comadres.

Hicieron el recorrido por la calle del dividivi y entraron por la ruta principal del cementerio. En la parte delantera iba Nicanor y Pancracio Pérez, y en la trasera: “Manigueta” que a cada paso que daba por el peso del ataúd y la borrachera se le escuchaba un pedo, y un boga y fornido de sonrisa franca conocido como el “negro” Adamo.

El desfile se detuvo en la puerta del cementerio. Entonces, los cargadores tambalearon, el cajón se sentía pesado como si contuviera plomo, era imposible dar un paso más con el en hombros. Según los supersticiosos, el muerto se niega a entrar para ser sepultado porque por muy jodida y adversa que este la vida, es mejor lo conocido aquí, que sentir el miedo infinito por lo que no conoces allá. Y para colmo la viuda, lo quería sacar de la urna y angustiada se aferraba a las endebles manijas. Continuaba el alboroto y los cargadores del difunto sudaban como caballos.

-- Bueno comadre--, dijo. Ya deje que le demos sepultura al viejo Marce.

--No compadre--, dijo la viuda. No quiero que lo entierren todavía. Nicanor estaba furioso.

--Mire comadre--, dijo. Vamos a dejarnos de vainas, que el compadre era un hijo de puta y un pesado en vida, y ahora como tiene quien lo cargue está peor.

Texto agregado el 14-01-2014, y leído por 162 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-01-2014 !Excelente! Cuento. Bien narrado, con secuencia lógica y un tema bien tratado. Me gustó la historia que bien describes. Un saludo cordial y ***** NINI
 
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