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Aquel mediodía, una sed endiablada lo acosaba, bebería una cerveza para espantarla, porque la caminata lo había dejado exhausto. Entró y respiró la pobreza de la tienda, porque lo único que vio en el empañado mostrador fue: unas mogollas con guayaba que estaban tan duras como una piedra y lloraban azúcar que servía de alimento a centenares de moscas, en un rincón, tres jabones de Reuters y un paquete de gominas Brancato para fijar el pelo. En otro mostrador, había cantidad de frascos a medio llenar de chucherías. Zacarías, sacaba cuentas en una libretilla y al ver entrar al conocido cliente le sonrió mostrando el verdor de su caja de dientes.

--¿gibi nasilsin benim arkadas? Lo saludó en turco el viejo.

Aldo sonrió al verlo, debía tener unos doscientos años o más, su edad en realidad era indefinible. Recordó que su padre le tenía un gran aprecio al senil turco.

--¡Que hay Zacarías!--, le dijo Aldo. Pareces el retrato de Dorian Grey.
El turco se carcajeó por la ocurrencia y le sirvió una Germania al clima.
-- ¿sabías que Don Lucas Gaona murió hace unos días?

Aldo movió la cabeza negando conocer el asunto. El turco en ese instante concentró la mirada en unas negras de culo inmenso, luego, se aprestó a contarle lo sucedido.

Ese fatídico día Lucas se había levantado sintiendo un enorme peso en su espalda, fijó su mirada en el crucifijo de madera y torció una sonrisa. Luego, le dio inició al ritual que practicaba todas las mañanas, se tomó un café negro y se colocó su mejor traje de paño. Otra vez el agudo dolor en las piernas que se tornaba insoportable. En la calle saludó a viejos amigos qué, al igual que él, ya tenían el buitre en el hombro. Pasó por el parque donde tantas veces se sentó junto a su amada esposa a disfrutar de las frescas tardes de primavera, solo que ahora: era una triste añoranza. Porque cuando te empiezan a doler los recuerdos hasta de los buenos momentos que viviste, es que estas inevitablemente muriendo. Que solitario e inútil se vuelve el hombre en la senilidad, qué grotesco y absurdo se puede sentir un hombre en la vejez. Siguió su camino por la callejuela que lindaba con la iglesia. Un negro nubarrón presagiaba una tarde lluviosa. Llegó empapado al portal y comenzó a subir pausadamente las escaleras: una vecina chismosa que vivía en el piso de abajo lo saludó.

--será la última vez que nos veremos en esta vida --, pensó Lucas.

Sintió un inmenso orgullo, el orgullo de saber que su vida no dependía de la misericordia divina. Se acordó de sus muertos que, danzaban implacables esperando su llegada. Se sirvió otra taza de café y de repente sintió un penetrante olor de flores marchitas. Entonces, angustiado reconfirmó que los olores y las manifestaciones de la muerte son inconfundibles, y el supremo momento estaba cerca. No dejaría cartas estúpidas justificando el hecho. Pasó un tiempo anónimo y recordó con tremenda nitidez un fragmento de un libro que había leído en su juventud, y que le marcaría por el resto de la existencia:

--“Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? la consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?

...Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedir nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. : ¿Hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí? Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio de Orleáns consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente”--.


Una extraña resignación se apoderó de él. Dolorosas divagaciones continuaron abrumándolo, toda su vida empezó a desfilar en loco desenfreno por su mente, formando un torbellino incontenible en su alma. Se dirigió a la habitación agitado ya por los sopores de la muerte. Fue al armario y agarró su pistola, la sostuvo en sus manos y le habló como si ella entendiera lo que iba a suceder, como si le comprendiera y le acolitara su funesto final. Comenzó a llover, ya era de madrugada. Se sentó al borde de la cama y puso el arma en su boca, en ese instante su mirada se perdió para siempre en el infinito. El ruido incesante de la lluvia golpeaba el vidrio de la ventana, un pájaro negro se posó en la cornisa y se quedó mirando fijamente el cadáver, esperando que el atormentado espíritu de Lucas lo acompañara en el viaje hacia la nada.

--que tristeza es esta puta vida--, dijo Aldo. Por lo menos tuvo el valor que no he tenido yo.
--así es mi querido amigo--, dijo el turco. El pobre Lucas tuvo los huevos bien puestos.
Y al terminar de pronunciar esas palabras, una lluvia pertinaz hizo que la tarde se sintiera terriblemente opaca, como sin vida.

Texto agregado el 13-01-2014, y leído por 230 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-01-2014 No juzgo, pero la fe nos abre otros horizontes simasima
13-01-2014 "Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses" Pues... cuando la vida es un martirio, el suicidio es un deber. ZEPOL
 
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