Sintió un fuerte olor de agua de colonia 4711, la misma que usaba su padre. Y fue cuando lo vio un instante como él lo recordaba de niño: vestido impecable con su traje negro de tres piezas. Precisamente aquél fatídico día, hacía muchos años había atravesado el popular callejón de la caimanera, que a esa hora del día mantenía infectado por el ruido infernal de autos y griterías buhoneras. Su rostro, se veía azotado sin piedad por los rigores del trasnocho y el alcohol. Encendió un cigarrillo humedecido por las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. Al fin había llegado hasta la puerta del hospital general. El portero, un tipo con cara de crueldad, le había hecho un gesto con la mano para que se detuviera.
-- ¿Hacia dónde se dirige?--, le preguntó el tipo.
-- A la morgue--, contestó Aldo. A reconocer el cadáver de mi padre.
Él tipo comenzó a mirar el libro de fallecidos.
-- ¿Cuál es el nombre de su padre?--. Preguntó.
Aldo, con la mirada perdida le contestó: Aldo Contreras Escuseria.
-- ¡sí, aquí está!--, exclamó. En los cuartos fríos.
Él sujeto de la portería le dijo que siguiera con un gesto. En ese andar por un largo pasillo sintió que estaba tan muerto como su padre. Al final del pasillo, una enfermera lo miró compasivamente señalándole el depósito donde reposaba el cuerpo. Abrió la plancha de metal y entró al glacial recinto: un frio terrible le recorrió los huesos. Lo vio acostado sobre una mesa de loza parduzca. El despojo mortal yacía inerme y olvidado, embarcado para siempre en el viaje ignoto de la muerte.
Un fugaz olor a lluvia y salitre lo transportó a la niñez. En ese instante, recordó un aforismo que le encantaba a su padre—“Porque todo ser humano lleva en su interior no sólo su propia vida sino así mismo su propia muerte”. Y arropado por la penumbra de sus recordaciones, un nudo en la garganta lo ahogó, y sintió un miedo atroz, feroz como su vida misma.
La realidad de cada ser humano por cruel que sea, es irrepetible, es única, y en el momento que saliera de aquel recinto; esa escena nunca más se repetiría, no habría otro muerto por quien llorar. Porque en todo caso a su padre lo había llorado él, pero a él, nadie lo lloraría en el día del viaje final. Siguió contemplándolo y pensó: -- “en el crepúsculo de la vida, cuándo ya hemos transitado por las dudas, las mentiras, las verdades, la incertidumbre y las esperanzas, nos agobia una cruel resignación. Solo entonces, nos quedamos por siempre sumidos en el silencio de la inmutabilidad” --. No supo cuánto tiempo transcurrió así, como ido, mirando el cadáver. Fue un tiempo anónimo y trascendental.
Al fin, despertando de su estado catatónico, le dio un beso en la frente y le cerró los ojos, lo cubrió con la mortaja y salió. Necesitaba una copa para adormecer la saudade que se había anidado en su pecho. Se detuvo frente el puesto de enfermeras. La mujer levantó la mirada con pesar.
--Siento mucho lo de su padre--, dijo.
Aldo le dio una profunda calada a su cigarrillo y siguió su camino.
--¡Esperé por favor!--, exclamó la mujer. Su padre me pidió que le entregara esta carta.
Aldo la observó lejanamente.
-- El señor Contreras me la entregó dos horas antes de morir--, dijo. Lo siento mucho. Y finalmente se alejó hasta perderse en los laberinticos pasillos del hospital.
La miró alejarse con tristeza infinita, siempre le ocurría lo mismo, cuando alguien que era importante en su vida se alejaba, le producía una intensa sensación de desamparo, es por eso que el terrible miedo al abandono en un ser humano es casi parte de su instinto de supervivencia. Le acababa de ocurrir con esta mujer, era algo inexplicable. La tibia brisa de enero con olor a mar, le acarició el barbado rostro. Empezó a vagar sin rumbo, tratando de recordar que día de la semana era, pero no lo logró. Anduvo como autómata por el paseo de Colón, más tarde dobló por la avenida del Rosario y buscó la calle Santander. Entró a un bar del barrio abajo del rio, y se sentó en una mesa en el fondo del salón. Le hizo una seña al cantinero de que le sirviera una copa. El cantinero, un tipo de cara caballuna le sirvió un trago doble; él individuo, trató de decir algo cómo buscando conversación, pero la actitud distante de Aldo le hizo cambiar de idea, y finalmente se alejó. Aldo, desdobló el arrugado papel, y leyó:
--“querido hijo, ahora que se acerca el momento final, un sentimiento desconocido y enrollante se apodera de mí, un desasosiego indecible que mortifica a mi alma, y no sé si es el miedo a la muerte, o la terrible angustia de no volverte a ver; porque el preámbulo de la muerte es preciso e impiadoso; misterioso para nuestros instintos, y no cesa de doler.
Solo te pido que me perdones por dejarte tan solo en esta vida. Hijo, cuando leas estas líneas, ya estaré muerto. Y desde ese instante solo escucharas el silencio de mí voz. Entonces, no sé si viviré en tus recuerdos, o en el insondable abismo de tu olvido. Tú padre que te ama. A.C.E’’--.
Pidió otro trago doble y guardó el papel. Luego, escuchó a lo lejos el sonar de unas campanas doblando. En la desolación de aquel bar tendría que emborracharse para apaciguar el dolor. Al final de esa noche, escuchó un réquiem en medio de un ciclónico aguacero, y vio entrar al fantasma de su padre atravesando el salón del bar, y a su paso quedó un fuerte olor a tierra y flores marchitas. Se sentó en un oscuro rincón, se veía abatido, su rostro reflejaba una inmensa aflicción, a lo mejor no le gustaba como era esa muerte. Se miraron fijamente por segundos que fueron eternos alzando sus copas en un brindis final por la muerte y por lo que fueron sus atribuladas vidas. Entonces, entendió que estaría sumido por siempre en la incesante penumbra de los recuerdos. Dando tumbos quiso correr y abrazar a su padre para pedirle perdón por no estar a su lado en el supremo momento, pero solo estaban las sombras, y en la silla donde se había sentado el fantasma, estaba un viejo grotesco que le brindaba una copa de licor y bailaba a su alrededor repitiendo incansable el kirie eleison y el agnus dei: “agnus dei, quitollis peccata mundi, dona eis réquiem” (cordero de Dios, que quitáis el pecado del mundo, dadles el descanso). Se apoyó en la mesa temblando y observando fijamente el humo que despedía su cigarrillo a medio consumir, pensó en la soledad inconmensurable en que se quedaban los muertos.
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