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El hecho aconteció durante la noche. Nadie sintió nada, no vio nada. A menos de una hora del momento más sagrado de la semana, la noticia llegó directamente hasta la misma oficina del Santo Padre. Estupefacto leyó el telegrama escueto, con las palabras lapidarias: “Urgente. Robo masivo en todas las iglesias del mundo. No quedó ni hostia ni vino. No sabemos quien lo hizo. No hay manera de hacer la misa. ¿Qué hacemos?
Con la hoja temblando entre las manos, levantó la vista y vio los rostros pálidos de los cardenales que buscaban la respuesta salvadora ante el cataclismo católico. ¿Quién rendiría cuentas ante el Altísimo el día del Juicio Final por no haber salvado las almas de los pobres feligreses que luchaban en el reality celestial por su pedacito de paraíso eterno? ¿Cómo vivirían con esa culpa mientras descendían al lago de azufre por hereje irresponsabilidad?
El Sumo Pontífice se hacía estas preguntas y sentía que el Sinaí de la creencia se derrumbaba sin piedad sobre él, de manera inexorable. Entonces vio la luz y encontró la solución al Armagedón dominical. “Paseme esa hoja Padre”, le dijo a uno de los purpurados. Escribió lo que tenía que escribir y luego la dejó donde tenía que dejarlo. Media hora después Le Observatora anunciaba al mundo en primera plana con letras apocalípticas: “Renunció el Papa”.
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Texto agregado el 10-01-2014, y leído por 89
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