Quiero condenarte al silencio, siquiera una vez. Quiero probarte que el que calla, máxime cuando calla por imposibilidad absoluta de meter baza, no siempre otorga, quiero que sepas que si la inundación retórica, como la inundación acuática, es una fuerza afixiante, no siempre el ahogado queda convencido.
He imaginado tantas veces el justo momento en el que dejo tras la sombra que me sigue
-talvez mía-
mi nombre de cuna,
mi ropa y
mi credo,
dejándome entera yo. Para ser la retórica que quizá un día escuches.
Que ambición la mía, pensará el que te conozca,
y acentando con la cabeza, más en signo de lástima, que de apruebo,
dará la media vuelta hasta perderse con la nada.
Lo mismo sucede con mis palabras,
remolinean de mis pies a mi garganta
y cuando toman por andén mi lengua, nunca saltan al abismo de mis labios
cuando estas frente a mí,
más bien se mezclan entre la nada y mi saliva, para usurpar alguna de mis enzimas. Y como si esto fuera poco,
me cargo la gran “suertecita” de que soy yo
la única persona que se atreve a escucharte. Valga más la vida mía.
Porque cuando abres la compuerta a los argumentos que se atropellan en tu mente, el río se desborda,
y en vano acecho una pausa,
un claro,
un respiro
que me permita introducir una coma;
la pausa no llega, y todas las objeciones que tu argumentación me sugiere,
que a veces no son pocas,
se me quedan en el cuerpo, causándome, como consiguiente, una indigestión de mil demonios.
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