Tenía veinticinco años. Llevaba un paso rápido y se aferraba al poco calor que le quedaba en el cuerpo, esa mañana de invierno. Tenía la mirada algo arrugada, porque en sus largas pestañas se posaban trozos de nieve y algunos retazos de lluvia que intentaban caerle en los ojos. Apretaba un poco su boca, partida por el frío, mientras esbozaba una sonrisa, al ver a un pequeño cachorro de la calle, intentando alcanzar en el aire, un copito de nieve.
Su cabello había sido recortado por el paso del tiempo, por su nuevo oficio en el hospital. Cada pelito era sólo un centímetro de intento de espiral. Había oscurecido, ya no era casi blanco, más bien tenía un tono rojizo que combinaba de una forma extraña, con el color pálido de su piel.
Alicia caminaba por las calles de esa nueva ciudad, con su viejo abrigo de cuadros cafés. Abrazaba sus guantes grises como una niña lo hace con su muñeca más querida, tratando de protegerla del ruido y la polución de la ciudad.
Esa mañana, vestía también unas botas negras que tenían un pequeño taconcito, que había comprado hacía unos meses. Sus pasos se clavaban en la nieve con firmeza y rápidamente se desprendían, dejando una huella que luego, iba a ser borrada por el agua.
Miró el dorso de su mano y contempló la vieja cicatriz que había dejado esa caída en el lodo, aquella vez cuando iba a comprar flores, siendo todavía una niña.
Este fue el último recuerdo que Alicia tuvo a sus 87 años, momentos antes de cerrar sus ojos para siempre, precisamente en una noche de lluvia, en una cabaña que queda junto a la laguna, al lado de una chimenea, de la mano de su hija...
Que también, era hija de él.
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