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Nunca he olvidado a ese pequeñuelo que parecía venido de más allá del Atlántico. Sus cabellos rubios, su tez blanca y porte de niñito bien, cautivaron a mi madre, sobre todo por su humildad y gentileza, virtudes un tanto pasadas de moda para los tiempos que corren. Apareció por el barrio unos años antes, en la casa de una mujer mapuche de ademanes bruscos y voz de machi enrabiada. La fémina era madre de varias hijas, cada una preocupada de los menesteres caseros.


Siempre recuerdo cuando aparecía la hija mayor para ofrecernos galletas surtidas. Sucede que el hombre de la casa trabajaba en una fábrica de confites y cada cierto tiempo recibía, acaso en parte de pago, bolsas de galletas, las que eran comercializadas por las hijas para ayudar a mejorar el presupuesto familiar.


Fue la propia muchacha la que le contó a mi madre sobre el origen del pequeñuelo, tan parecido al principito de Saint Exupery. Sucede que su padre era un guardia de palacio, un tipo alto y esbelto, con las condiciones suficientes para ejercer dicho cargo en los pórticos del palacio de la Moneda. El hombre se había enredado con una mujer de la vida, como se decía por entonces y producto de dicha relación, nació Felipe. El padre se dio cuenta que el menor tendría muy poco futuro con su madre y sin que ésta hiciera algún amago de reclamar, partió con su bebé para que lo criara su madre. A los cuatro años, Felipe era un niño encantador que se había ganado el cariño de todos. Lamentablemente, la madre falleció al poco tiempo y así fue como el menor llegó a la casa de los Curipan. El padre los conocía porque la mujer había sido empleada de su madre algunos años atrás y se había destacado por su corrección y esmero.


Allí fue creciendo el niño, siempre atento a los mandados. Mi madre nunca olvida cuando tocaba nuestra puerta con sus nudillos famélicos. Venía de parte de Elena, la mapuche, a ofrecer un juego de tacitas para el café, sábanas, cucharitas de plaqué y otros variados artículos. La mapuche, siempre corta en su presupuesto, recurría a sus pertenencias para conseguir algún dinero. Mi madre, que no dudaba un instante que los objetos ofrecidos no procedían de algo fraudulento, a veces adquiría algo, pero como tampoco el dinero abundaba en nuestra casa, muchas veces sólo despedía al chicuelo con una sonrisa.


Mal alimentado, yendo al colegio sólo a veces, el pequeño no recibía un buen trato. De todos modos, la mapuche exigía casi siempre un aumento del pago de manutención, argumentando que el chico estaba consumiendo más, que le exigían cada vez más útiles en el colegio y que crecía con mucha rapidez. El policía pagaba, sin cerciorarse de que el chico estaba muy pálido y delgaducho.


Durante el verano, los mapuches partían de vacaciones, no sin antes encargarle Elena el cuidado de algunos objetos de valor a mi madre. La confianza era total y allí permanecían durante una quincena, intocados en algún rincón de nuestra casa.

A veces el frío arreciaba, pero allí llegaba el pequeñuelo, mandado por Raquel, para pedirle prestados unos pocos pesos a mi madre. Ella le entregaba lo solicitado, ya que la mujer, pese a todo, era buena pagadora. Por allí, mi vieja encontraba un chalequito remendado y se lo regalaba al pobre niño para que no se resfriara, cosa que este agradecía mostrando sus dientes de ratoncito.


-¿A quién encuentras parecido al papa Juan Pablo Segundo? – le pregunté un día a mi madre.
-No imagino a quién- me respondió ella.
-Al Felipe, pues- dije yo y ella se rio con ganas.
-Es la pura verdad. Se parece harto el Felipito a nuestra santidad.


Como se puede ver, los años transcurrieron raudos y Felipe se transformó en un jovenzuelo espigado pero bastante esmirriado. Vivir con la Elena debió ser una pesadilla, ya que la mujer se tomaba sus tragos y como había enviudado, se desenfrenaba bastante. Ya mucho antes, casada y todo, había prometido a viva voz que si ganaba Allende, ella “saldría a celebrar en pelotas”. Al parecer, dicho juramento había quedado en nada, ya sea porque la sobriedad se había aposentado en ella, o porque su marido la llamó al orden.


Para mala suerte de Felipe, su padre falleció a causa de una grave enfermedad y allí sí que no le quedó otra que permanecer en esa casa, en donde nunca recibió ni una sola muestra de cariño, tan solo un plato de comida y un jergón en un rincón de la vivienda.


Un día cualquiera, mi madre me contó cariacontecida que había muerto el Felipe, nuestro Principito, la versión juvenil de Juan Pablo Segundo. El muchacho falleció aún más joven que su padre, a causa de la desnutrición, de los malos tratos, acaso del desamor.
-Es muy cierto aquello- dijo ella del pobre muchacho, -la gente nace con una buena o mala estrella. Y Felipe fue una de esas personas buenas, que nunca le hizo nada malo a nadie y ya ves como terminó.
Mi vieja no pudo reprimir un par de lágrimas, a modo de réquiem por el bueno de Felipito.









Texto agregado el 08-01-2014, y leído por 93 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
08-01-2014 Que triste final me dolió el corazón Carmen-Valdes
08-01-2014 Esperaba un final feliz, no de miseria. Es la vida, buena historia. za-lac-fay33
 
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