Y la gente se abalanzaba agitada tras la silueta de su líder, bajo el anonimato de las manos que sólo se conformaban con rozar parte de aquel rostro. Entre llantos y frases hechas, hicieron sonar el luto de sus bombos, en una última contienda que no tuvo contrincante. Algunas voces le imploraban como un lamento itinerante, ante este último madero del naufragio, que nadie salvaría. Pero el caudillo quería más para afianzar su ego, necesitaba de ese poder que tanto había manejado otrora, saborear la denigración del adversario, que hoy brillaba bajo sus propias huellas. No había forma, el rey había perdido su mandato antes de haberlo concebido, dejado de ser el sumo pontífice en su propio entorno, para pasar a engrosar las filas de los derrotados. Podría haber enumerado infinitas causas de su alejamiento, criticado el proceder imaginario de conspiraciones, despotricado contra voces extrañas o hasta injuriado una deidad, aunque nada habría sido tan revelador como el no querer ser un perdedor ante las urnas. Cobardía, miedo a la decrepitud institucional, falta de hombría política, abandono partidario y de sus cándidos votantes, es lo único que se rescata de esta vergonzosa actitud. Ahora ya está hecho doctor, su firma se inscribió en las huestes de los derrotados sin siquiera una batalla, no hay vuelta atrás para la trasgresión a lo jurídico que se perpetuará a través del tiempo. Vaya entonces un hola y un adiós al flamante balotaje que construimos los votantes y ni siquiera nos dejaron estrenar.
Ana Cecilia.
|