La maldición
En la familia pocos son los que conocen un hecho terrible acaecido hace muchos años. Por motivos que comprenderán a medida que avance en el relato, la tendencia fue ocultar dicho hecho y sus circunstancias. Es sabido que desde miles de años atrás, el esoterismo, el ocultismo y diversas creencias acrecentaron las supersticiones. Les sorprendería saber que hoy en el siglo XXI ciertos episodios superan las supersticiones. Esto se demuestra cuando alguien avisa sobre un suceso a acontecer en forma previa. Creyendo que son supercherías, se subestima a personas que muchas veces en forma involuntaria o voluntaria ocasionan desenlaces horribles.
No se que me lleva a contar esto pues algo lo trajo desde lo más oscuro de mis recuerdos. He dudado mucho en contarlo pues corro el riesgo de quedar en ridículo. Haciendo la aclaración y tomando el riesgo, cuento esta historia que me quedara grabada en la salida ya de mi infancia y por motivos obvios los nombres de los personajes los he cambiado.
Don Santiago, de origen italiano, era el “curandero” de la zona. Yo fui mandado por mi madre que me curara un fuerte dolor de muelas. Tiró unas paladas de tierra al costado de una acequia y me indico que caminara sobre esa tierra y sin mirar atrás me fuera a casa. Así lo hice y llegué a casa sin dolor. Por supuesto que siempre tuve curiosidad por saber como hacia ese viejo estas cosas. No era conveniente contar nada pues te tomaban por estúpido. Un día fui con unos amiguitos del barrio hasta el río a bañarnos y pasamos por el frente de la casa de Don Santiago. Al volver me detuve al ver entrar a esa propiedad un caballo con grandes temblores y caminando con mucha dificultad. Al cabo de un rato Don Santiago y el dueño del caballo, lo dejaron dentro de un corral alejado de otros animales, como vacas y chanchos. Me dijo uno de los chicos que ese caballo estaba “embichado”, que el viejo los curaba “al rastro” y si no se morían. Al otro día fuimos de nuevo al río y al volver no soporté y llamé golpeando las manos en la tranquera del viejo. Salieron ladrando los perros y al rato Don Santiago con un “chiflido” los acalló. Estaba con Doña Eugenia su esposa, a la sombra de uno paraísos al lado de la casa, tomando mates. Pasá muchacho- ordenó el viejo. Me preguntó por la muela y le hablé del caballo enfermo. Esta “embichao”-dijo. Pregunté si me dejaba verlo y me llevó hasta el corral. El corral estaba dividido en dos por unos alambres aunque dejaba un paso por un costado. En un lado estaba el caballo temblando y la barriga llena de gusanos del tamaño de una uña. Le pregunté al viejo si se curaría y dijo que al otro día lo sabría. Al otro día fui y me llevó a ver el caballo. Creo que no le quedaban gusanos, estaban en el suelo y la barriga teñida en sangre. Al día siguiente el caballo no temblaba y estaba en el otro sector del corral. Tomaba mucha agua y la barriga estaba marrón clarito. Veníte el domingo después de misa que se lo llevan -me dijo el viejo. Corrí desde la Iglesia para verlo ese domingo. Una semana había pasado y el caballo llevado de las riendas, se alejo al “tranco”, caminando bien, llevado por su dueño.
Ya con 15 años, un día me animé a preguntarle al viejo mientras tomaba mate, sobre el tema de curar. ¿Que se yo? Lo hago-dijo solamente mientras ponía la pava tiznada en el brasero. Ese día me sorprendió preguntándome si sabía lo de mi abuela. Le contesté que no. Veníte muchacho el día de la Virgen – dijo el viejo mirándome a los ojos y salió caminando hacia los corrales dejándome solo.
Pasaron dos meses y el 8 de diciembre volví a su casa. Usted no le diga a nadie lo que le voy a contar salvo cuando sea viejo como yo – me advirtió el viejo.
Tres hermanos y sus esposas vinieron a Argentina a fines del siglo XIX desde el Viejo Continente. Miguel, Aniceto y Enrique viajaron en barco y se afincaron juntos en un principio en el interior de Córdoba. Poseedores de fuerte carácter y peor temperamento Miguel partió a Mendoza al no congeniar con sus hermanos. Aniceto y Enrique decidieron invertir el dinero que traían en comprar una propiedad y tres grandes carros tirados por bueyes. Aniceto viajaba 150 Km. a la capital de la provincia y se ganó el apodo de “carrero” Enrique colocaba los productos que traía Aniceto de Ramos Generales en la zona. Les fue bien y crecían al punto de invertir comprando algunas propiedades. A esta altura debo decirles que según me contó Don Santiago, Enrique se llevaba muy mal con Maria la mujer de Aniceto. Aniceto era un bruto trabajador que siempre viajaba con sus carros y Enrique un buen negociante.
Hacia 1930 un día Enrique visitó a su hermano para decirle que compró una “chata” Ford “A” para el reparto de mercadería. Hubo una fuerte discusión con forcejeos y golpes de puño entre los hermanos y se desencadenó la tragedia. Aniceto cayó al piso tomándose el pecho y produciendo un ronquido horrible como queriendo respirar. Los ojos se hicieron mas grandes mirando desde el piso a su hermano y se fue encogiendo hasta quedar quieto. Había fallecido de un “síncope”
Maria echó a Enrique con gritos, insultos y latigazos entre los llantos de los asustados niños de Aniceto.
Todas las propiedades estaban a nombre de Enrique salvo la vivienda de Aniceto y María. La mala relación y los pocos escrúpulos de Enrique dejaron a Maria en la ruina junto a sus hijos. Maria recordando conocimientos de su España natal, de dedicó a mediante alambiques a destilar grapa y venderla en forma ilegal. Los hijos trabajaron la tierra y las mujeres ayudaban con el destilado.
Un día dos policías se presentaron con una orden del juez y Maria con un hacha rompió los dos alambiques preguntando: ¿Qué grapa?
Maria fue a ver a Enrique a la ciudad y cuando lo encontró cuentan que le dijo mirándole fijamente y apuntándole con su dedo índice a la cara: “Tu que insultas y te ríes de la familia de un hermano muerto, morirás solo viendo podrirse tu carne como la de una osamenta”
Enrique murió lentamente un año después, por una enfermedad mezcla lepra con tifus, con olores fétidos que alejaban todo ser humano. La terrible maldición se había cumplido.
María era la madre de tu padre muchacho.
Esa es la historia según me la contó Don Santiago. Por supuesto que son inventos de antaño. ¿O usted me creería que heredé algo de mi abuela?
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