La perilla de mi puerta es la perilla más bonita de todo el mundo. No está tiesa ni rechina cuando la giro. La perilla de mi puerta es suave y avisa con suficiencia decibélica cuando alguien va a entrar a mis aposentos para verme hacer otra cosa más que leer o tomar a solas, mas nunca nadie nada lo ha logrado. No tengo cerrojos, porque no los necesito. Son monstruos escandalosos que se quejan si los toco.

Mi puerta abre hacia fuera, fuera de mí, como deberían abrir todas las puertas. Las que se abren para adentro siempre me han llenado de terror. Porque me obligan a dar dos pasos hacia atrás y es más probable que machuque mis dedos cuando lleve prisa y quiera salir a jugar. Por eso tengo la puerta más bonita de todo el mundo. Me cubre del pantano y los fantasmas de allá afuera. Se abre cuando quiero y no cuando el aire grita que me salga, que no chingue, que me vista, y me desviste.

Me he vuelto astuto, gracias a mis amigos libros; que me dicen cómo hacerle cuando lloro y me resigno. Me han enseñado el idioma de las puertas y perillas. Para tocarlas sólo lo justo, para abrir lo necesario. Para olvidar los días festivos y salir a la barbacoa del domingo.

Ahora sólo me falta aprender el idioma de los libros, éste, dicen, lo conoce mi gran y único enemigo: La puerta de cerrojo que abre para adentro.

Que me meto, que me chingo, que me viste y me desvisto.