PRIMERA PARTE
El mirlo José, una vez más y como tantas otras veces, ingresó por la ventana del dormitorio de la lujosa residencia y con su picote agudo comenzó a hurguetear entre la multitud de objetos que se diseminaban sobre la cómoda de ébano. Hasta que dio con un cofrecito de también fina madera, el que abrió con maestría. Allí brillaban numerosas joyas, cada una más valiosa que la otra, lo que el ave sabía distinguir, más que por ser un experimentado señor, por su instinto que le venía por herencia de sus antepasados, todos escamoteadores de gran talento.
Partió el ave, saliendo como un proyectil de la habitación aquella y enfilando hacia el oeste. En su pico relucían a la luz del sol las gemas y diamantes que supo elegir por ser las más valiosas. Todo había salido a la perfección.
En las cercanías, un tipo fumaba un pucho, mientras con su otra mano sujetaba un par de binoculares a la altura de sus ojos. A cada instante, una sonrisa comenzaba a dibujársele en su cara mal afeitada hasta terminar en una estrepitosa carcajada.
-¡Ya te tengo pajarraco! ¡Ya te tengo!
Jeremías, que así se llamaba el personaje, era ni más ni menos que un peligroso truhan que se había percatado de los movimientos del mirlo y ahora intentaba saber en dónde se encontraba el lugar en donde el pajarillo ocultaba su botín. Al parecer, con su catalejo de largo alcance había logrado avistar dicho punto y ahora se dispondría a llegar allí y transformar en robo lo que para el pajarillo era sólo una mala costumbre.
Rengueando con su pata de palo, sorteó con dificultad numerosos obstáculos hasta que dio con un enorme pino, en cuya cima se encontraba el cuantioso botín. Marcó pues el sitio aquel delincuente y partió a abastecerse de una bolsa repleta de bisutería.
Como era indudable que Jeremías necesitaría de un ayudante, optó por hablar con el bueno de Nicasio, un hombrecito de gran voluntad, que ayudaba a la gente en lo que se le encomendara sólo por el pago de un plato de comida.
-Quiero que trepes a la cima de este árbol y eches en una bolsa todo lo que allí encuentres, dejando en cambio estas baratijas. Te pagaré con un exquisito almuerzo.
Pues bien, el inocente hombre se aperó de una larga escalera y trepó no sin dificultad. Al cabo de un cuarto de hora, descendió con la bolsa repleta. El malvado la recibió con la codicia dibujada en su rostro, pero al abrir el talego una andanada de insultos contaminó la tarde: lo que había en el interior de la bolsa era ni más ni menos que una docena de azulosos huevos.
Después de los infundios, Nicasio se encaramó de nuevo y subió lo más alto que pudo, hasta dar con el escondite del mirlo José. Como el pobre hombre poco sabía de valores, embolsó las joyas sin que ninguna emoción lo embargara. A cambio, colocó en la oquedad todos los abalorios.
José, el mirlo, tonto no era y notó que esas latas insulsas no se asemejaban en nada a las portentosas joyas que había recolectado en su nido. Por lo que recurrió al consejo de Pedro, otro mirlo más viejo, ya retirado, y que se ufanaba de haber birlado las joyas de la corona.
(Finaliza)
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