Ella lo esperaba sentada en su cama, soltando plenos suspiros que se mezclaban en la noche con fragancias venidas del campo. Mientras la luna, pálida en el cielo, daba la bienvenida a la medianoche mágica de los sueños de amores jóvenes. Giselle no resistía la tentación de asomar su figura, de muchacha enamorada, por el balcón donde Martino prometió visitarla. Y pasea su mirada, ansiosa, trémula, en busca de su caballerosa figura atravesando la noche para venir a su encuentro.
¡Allá! ¡allá! algo parece moverse. Sí, es él, no hay duda. Esa manera de caminar, tan noble y resuelta. Es su inconfundible y gallardo porte esquivando las plantas del jardín. "Oh, no, no, era solo un puerco que escapó del chiquero", se lamentó susurrando Giselle. Y casi resignada volvió a su lecho a dejarse llevar por ilusiones de amor y prontos encuentros.
Ella, pobrecillo ángel, lo ignoraba, pero Martino ya discurría por el jardín. Con los bríos del amante iba y venía, procurando dar con el ingenioso modo de alcanzar el balcón. Mientras agitado revisaba hasta el rincón mas umbrío, lamentó que aquella escena fuera tan ayuna de métodos mas prácticos, como una simple enredadera, por ejemplo.
¡Haber estado en un cuento mas equipado como el de Romeo y Julieta! Su denodada búsqueda pronto tuvo recompensa. En un rincón encontró una ruin y estropeada escalera que, sin más, cargo sobre sus hombros. A paso resuelto marchó directo al balcón de Giselle, desandando y esquivando arbustos, rosales, percibiendo el muelle de sus botas sobre el césped. Vio en lo alto la fachada de la silente habitación de la muchacha y no pudo evitar un suspiro.
Trepó al último peldaño de la mugrienta escalera. Estando a punto de hacerse anunciar con la señal convenida, de pronto, un afónico y potente
ronquido lo detuvo sin más. Atónito, se paralizó Martino delante del gruñido. Alguien dormía y roncaba tan fuerte que la cortina se columpiaba. Sin duda había dado con la habitación equivocada donde descansaba un hombre con formidable garganta, algún hermano de Giselle, seguramente. Resolvió bajar lenta y silenciosamente cuando, de pronto, el ronquido enmudeció. Pétreo Martino quedó como una estatua delante del ventanal. Luego, el nítido taconeo de unos pasos presurosos en la habitación, la lumbre se encendió y a través de la cortina apareció una figura. Era Giselle.
—¡Giselle! ¡Oh Giselle! ¿eres tu? —salieron enredadas las palabras de Martino.
—Oh sí Martino, soy yo, ¿quién otra podría ser? ¿acaso esperabas a alguien más? —exclamó ella, jocosa, de espaldas al ventanal, tomándose las manos, entre agitada y tímida a la vez.
—Es que... es que... pensé que... —Martino no lograba articular su compostura, ¿podía tan delicada y grácil muchacha roncar de esa manera?
—¡Me he quedado dormida Martino! discúlpame, por favor. La ansiedad de esperarte me ha quitado las fuerzas —confesó ella, con los ojos un tanto hinchados.
—Yo pensé... pensé que... el ronquido... era... de... tu...
—Ya no importa Martino, deja al ronquido tranquilo. ¡Lo pasado pisado!, no vivamos de recuerdos —recitó Giselle y Martino no entendió.
—¿A quién has pisado? ¿quién te ha pisado? ¿te duele? —perplejo, el joven intentó disimular su confusión.
—¡Mejor pájaro en mano que cien volando, Martino! —cargó nuevamente Giselle, más suelta, embelesada e incapaz de medir si el refrán era apropiado para la ocasión.
—¡Oh si! —no quiso desentonar Martino - a mí también me dan pena los pájaros pisados, a veces los escucho reventar y me entristezco mucho. Tendrían que estar volando con los otros cien ¿no es verdad?
—¡Oh sí Martino! ¡Que talentoso poeta se ha revelado en ti!
La luna, pálida, parecía mirar fijamente a Giselle y maquillaba su rostro de sublime blancura que exaltó su belleza, dejando anonadado a Martino, que la contemplaba arrobado.
—¡Ven aquí mi pequeño pajarillo! —la invitó Martino a acercarse, su mirada fija en los ojos de ella.
—He deseado mucho tu presencia —corrió ella, entregándose a sus brazos.
Unidos en el abrazo, Martino sintió la melena oscura de Giselle deslizándose bajo su cuello y la fragancia que llenó su universo le pareció la mejor que hubiera conocido. Separaron sus cabezas solo persuadidos por la ansiedad de la mutua contemplación. Allí los dos, cara a cara, el mundo dejo de existir. Martino condujo sus ínclitas manos al rostro de Giselle buscando la
intimidad de una caricia. Y con las palmas, magnates y rasas, abarcó el ancho de sus mejillas y la sonrisa, que adornaba la felicidad de Giselle, se pintó de brillantes colores. Echó a andar con su dedo pulgar por la respingada nariz de la muchacha para luego soltar devotas querencias sobre su nívea frente. Martino concluyó su siembra y cuando quitó las manos el rostro de la joven quedó otra vez despejado.
Pero algo no andaba bien, Martino notó que algo no estaba como antes. El rostro de Giselle ya no era el mismo bajo la lumbre de aquella luna.
Unas oscuras manchas empañaban su belleza y eran una mácula esparcida por su cara. El joven examinó sus manos. Casi se le escapa un grito cuando descubrió sus palmas ennegrecidas por la suciedad de la escalera que acababa de trepar. Pensó, pensó rápido y recordó el pañuelo que llevaba en el bolsillo.
—¡Ven aquí mi pequeña flor! —llamó a la muchacha, intentando disimular su turbación.
Cuando la joven acercó su rostro Martino se hizo del pañuelo y comenzó a refregarlo por la cara de Giselle. Primero suavemente, casi volviendo a las caricias todavía latentes. Luego con más fuerza al constatar que las manchas seguían allí, rebeldes.
—¿Qué ocurre, Martino? ¿acaso tengo algo malo en el rostro? —inquirió ella, sin comprender lo que sucedía.
—No, tu rostro está perfecto, mi pequeño pajarillo —intentó justificarse el joven —Solo un poco... un poco... digamos...
—¿Un poco qué? —preguntó ella, abriendo grandes los ojos, inquisidora.
—Digamos... un poco... un poco... grasiento —soltó Martino.
—¿Grasiento? —incrédula, Giselle se sorprendió.
—Sí... un poco. A tu edad es normal. Tu sabes... el acné... las espinillas... pueden hacer estragos en un rostro bello como el tuyo, desfigurarte.
—¿Estragos? ¿desfigurarme? Oh Martino, seguro ya no te gusto ¿no es verdad? —sollozó Giselle y su rostro se arrugó en cientos de surcos.
—Oh jajaja, no es eso —trató de sonreír distendido el muchacho —es solo preventivo, para que no se te estropee.
Giselle no fue capaz de contener las lágrimas. Se imaginó desfigurada en un horrendo monstruo lleno de acné y pus, viviendo una vida asceta y aislada de la civilización.
—¡Oh Martino!, ya no me amas —se compungió.
—¡Oh no! mi bello gorrión, estás hermosa, más hermosa que nunca - intentó animarla. Sobre el rostro de la muchacha se había formado un barro acuoso, mezcla de lágrimas con la herrumbre de la escalera.
—¿Gorrión? ¿Por qué me dices gorrión? ¿Por qué no un cardenal? ¿o acaso el glorioso milano de las montañas? —casi protestó Giselle, continuando con su congoja. Martino la miró y sintió pena por ella. La había hecho llorar, untando su cara con suciedad, ahora convertido en un lodo resbaladizo y pegajoso.
De pronto Martino recordó la flor que había tomado del jardín, ese obsequio seguramente la consolaría y le devolvería la autoestima recientemente perdida.
—Mira lo que tengo para ti, mi pequeño pajarillo —le ofreció, ensayando una sonrisa. De algún pliego de sus ropas sacó una hermosa rosa roja orlada en su arcén con un tono vivo que la distinguía.
—Para ti, una flor hermosa para otra flor más hermosa —compuso su voz Martino, procurando tranquilizarla. Los labios de Giselle se ataviaron de una sonrisa que pugnaba por renacer, sus ojos y párpados, mas distendidos, siguieron al compás.
—¡Oh muchas gracias! ¡Qué hermosa atención de tu parte! —recibió ella, centelleantes sus ojos negros, tras el barro de su cara, con un nuevo brillo, olvidando, al parecer, el acné y las espinillas.
Giselle acercó a su nariz la aterciopelada corola de la insigne rosa.
—Qué rico aroma tiene, Martino —agradeció nuevamente, acercándose al muchacho, con el arco de su esplendida mirada recompuesto.
Pero de pronto un hormigueo atestó su nariz y se convulsionó en un estornudo altísono y repentino que propulsó su talle hacia adelante. El polen,
seguramente depositado por algún insecto polinizador, la hizo estornudar.
Cuando se recompuso sintió un dolor punzante en su frente. Se examinó con los dedos pero no encontró nada mas allá del dolor. Sin embargo, Martino se tomaba la boca y sus ojos se habían enrojecido de repente.
—¿Qué te ocurre Martino?
—Oh nada, no ocurre nada, no te preocupes —intentó calmarla, mientras con dos dedos se tomaba un diente.
—¡Oh, te he golpeado! ¡Martino, te he cabeceado en el diente! —azorada Giselle le quiso examinar la boca que comenzaba a sangrar.
—No es nada, mi pequeña flor, no te preocupes. Solo se aflojó... un poco... el diente —pretendió consolarla.
—¡Oh, no me lo perdonaré jamás si por mi culpa pierdes un diente! ¡Si por mi culpa queda una ventana negra en tu hermosa sonrisa! —continuó Giselle, otra vez al borde de las lágrimas. Martino seguía tomándose del diente y lo movía oscilante tras el golpe.
—Giselle... —la llamó Martino.
—¿Qué ocurre mi querido Martino?
—¿Igual me amarías aunque me faltara un diente?
—¿Y tu me amarías aunque mi rostro sea invadido por el acné? —se esperanzó Giselle, sin poder evitar pararse en puntas de pie.
—¡Oh sí! ¡Por supuesto que sí! mi pequeña flor... —casi cantó Martino.
Quisieron fundirse nuevamente en un abrazo después de jurarse amor a prueba de horrendas apariencias, pero, por tener los ojos lacrimosos y la vista difusa, barro en la cara y sangre chorreante, chocaron las cabezas y el diente flojo de Martino saltó por el aire y cayó al vacío. Se miraron, sin reparar en el diente faltante, todavía arrobados por aquella confesión de amor que no sabía de acné o dientes ausentes y Giselle, a pesar de tener la cara llena de fango, esbozó la más hermosa sonrisa que Martino le había conocido jamás. Por su parte Martino trató de sonreír y dejó al descubierto el hueco oscuro en su dentadura.
—¡Eres hermoso mi querido Martino! A pesar del diente caído —confesó Giselle, hipnotizada por el mágico momento mientras acariciaba el mentón del joven.
Estaba Martino por retribuir el cumplido cuando una voz estalló y sacudió la quietud de la medianoche. "¡¡¡¿Giselle, te encuentras bien?!!!", bramó el padre de la muchacha desde el interior, el estornudo lo había despertado.
—Oh mi querido Martino, vete, vete, huye a toda prisa, no te atrape mi padre —le suplicaba la joven a su enamorado, casi empujándolo —si llega a atraparte no se cuántos dientes te quedarán.
Martino bajó a toda prisa por la escalera, saltando sobre el césped del jardín y saliendo despedido a toda carrera.
—¡Martino, Martino! ¡Te espero en mi balcón! —gritó casi desesperada Giselle. Pero el muchacho no la escuchó. Le habían soltado los perros y la
jauría procuraba devorarlo. Desapareció corriendo por los jardines vecinos. Su diente quedó al pie de la escalera, reflejando la luz de la luna. |