Mientras que de los Andrés nadie podía dar testimonio de su proveniencia, los Andrade eran tan sólo viejos de dos generaciones en la villa y aún se contaba de su procedencia. “Vinieron de por Albacete”, había oído Gaspar a su madre. De igual manera que vinieron marcharan revelando en ello un espíritu itinerante que no pasara inadvertido para los hermanos. Laura, por su parte, había echado raíces con dos hijos habidos de su matrimonio con un hijo de la villa y no cabía esperar que no siguiesen allí sus retoños por haber, en cierto modo, medrado en la población. De alguna manera el hecho se dejaba sentir, pues no era soberanía precisamente lo que exhalara Andrés en su deambular ocupándole algún lugar en la conciencia su no entera oriundez que le restaba seguridad. Quizá su paso quedo nunca pasara inadvertido para los demás. Hasta tal punto era llamativo su caminar que muchos eran los que lo creyeran cojear. Ésto y su silencio- también verbal- hacían de él la imagen típica, ante bastantes, del pájaro de mal agüero, característica de los lugares en que la falta de información da pábulo a supersticiones como el mal de ojo y la creencia de que determinadas personas, sencillamente, producen influjos maléficos. A menudo éstas- creencias y personas- forman valladares de inapreciable importancia de cohesión social. A. A. consciente de estas psicológicas zarandajas contaba con muy fundados motivos para proceder a su reclusión; mas era un hombre enamorado. Había observado relación de causa-efecto por la que, si se daba, invariablemente encontraría al objeto de su pasión. A tal efecto había dispuesto su paseo nocturnal por el que cual ánima en pena vagaba invariablemente aquellas noches del otoño- invierno de aquel año, con lo que lejos de la discreción perseguida, fue ganando mayor protagonismo. Con aquella capa larga, con la que desafiaba al frío, la imaginación popular pronto le atribuyó una nueva dimensión a su personaje; una dimensión espectral. Mas, aunque vagamente lo percibiera, no estaba dispuesto a capitular en su deseo de contemplar a su correspondiente visual. Aquella primera noche tras pergeñar el plan, la mirada aviesa del adolescente no le hizo echarse atrás.
No era vano tal discurrir pues el tráfago de los días nos impide discernir sobre los detalles que a menudo sólo descubre la noche. Así pudo saber Andrade sobre las costumbres nocturnas de sus paisanos, sobre algunas características arquitectónicas de la población, fruto de los paseos que a modo de moderno sereno realizaba sin más remuneración que estos conocimientos. El frío y el paso rápido estimulaban su circulación preparando su organismo para un sueño reparador; mientras, la villa, examinaba con pasmo la noctívaga costumbre de Andrés a que no tenía acostumbrada. Sospechosa empezó a ser la indumentaria atribuyéndose su dimensión al propósito de servirle a modo de zurrón. Cuanto mayor el sosiego que Andrés obtenía de aquellos escarceos, menor era la tranquilidad de los paisanos que empezaron a ver en aquel, cuando menos, un personaje atrabiliario y singular. Había observado Gaspar Andrés, por puro hecho casual, que, invariablemente, de no lucir a determinada hora la que debía ser habitación de la muchacha, sobre la que apreciara la reiterada curiosidad, era fácil encontrarla en lugar de público esparcimiento- léase bar. Así fue cómo mágicamente Andrade parecía estar dotado del don de la ubicuidad, lo que celebraba con suma delectación. Definitivamente, cualesquiera que hubiese sido la dirección que Andrés hubiera dado a sus pasos, igual hubiera desembocado su camino en un precipicio, pues la chica con aquella iteración empezó a hartarse de nuestro personaje. Cuanto con más solaz celebraba Andrade la ocurrencia, mayor era la aversión de Yola- que así era conocida- lo que en un principio tomó aquél por circunspección. Luego, sin tampoco demasiados miramientos, simplemente se desenamoró. Los desenamoramientos eran para Andrade, como los amores, motivo de celebración, pues le desembarazaban de cierta ansiedad. No obstante, de la costumbre adquirida no se despidió, desconociendo hasta qué punto se sentía constancia de ello, cuando, entonces por pura costumbre, sin ningún fin, pasaba frente a la casa de la muchacha.
Andrés Andrade alcanzó aquellos días algún sosiego, pues empezó a habitar sin molestia su propia soledad, habiendo descubierto que sus paseos, en cuyo itinerario incluía los lugares de diversión, le resultaban tranquilizadores sin el inconveniente de la frustración que le producía comprobar que- al menos aparentemente- a los otros no les estaba vedada la comunicación cuando los visitara puertas adentro. Creyose por fin liberado de aquella necesidad que insatisfacción le producía las más de las veces. Del hecho de darse alguna excepción derivaba su potencial adictivo. Al parecer el hecho de tener la entrada a un palmo, de poder elegir entre entrar y no entrar era suficiente para liberarlo de tensiones. Ya no necesitaba traspasar el umbral. Le bastaba con oír las voces y el fragor de la música para saber que él también era participe aunque fuera de esa manera especial. Le reconfortaba pensar que los compañeros de parranda visual no pudieran apreciar su cambio por no haber dejado de acudir, aunque ahora lo hiciera en forma itinerantica sin demora. No se podría decir de su abandono, de su resignación, de haberse plegado a la evidencia de su incapacidad para afrontar con una mínima solvencia su soledad. Gaspar Andrés se sonreía por dentro por aquella estratagema que le permitía desaparecer sin dejar de estar.
Había soñado cómo hacer para desaparecer sin dejar de ser, hasta darse cuenta que la solución se hallaba en el fenómeno opuesto de su ubicuidad. Tenía la teoría de que con su persistente presencia pasaría al estadio de elemento ornamental, pues, ¿acaso no se dejaba de reparar en lo que a fuerza de cotidianeidad perdía capacidad sorpresiva? Estaba hasta tal punto de aquello convencido que pensaba en ir ganando transparencia en un proceso progresivo que acabaría con casi su invisibilidad. ¿No era aquél, el objetivo primero de desaparecer sin dejar de ser?...sólo que conseguido de la única manera que era posible pues de desaparecer repentinamente hubiera privado, mas también a sí mismo, de información. Y él no quería huir del mundo sino estar en él, pero camuflado, pues era la única manera que se le ocurría para no sufrir. Gaspar Andrés emprendía sus grandes caminatas, con las que además nutría su curiosidad por ser rara la expedición en la que no echara a sus ojos hecho o circunstancia singular, en aquellas calles, generalmente vacías, que tan dócilmente se dejaban observar. Tan pronto escrutaba una fachada en la que pendía blasón o inscripción como vagaba inatento al socaire de lo que la noche le quisiera brindar. Y no es que creyera en la disipación de la materia; simplemente aplicaba lo que la experiencia le indicara: lo que manifiestes querer se te negará mientras que lo que no des a entender que pretendes solo te vendrá. El caso, en esto de la sociología- pensó- era joder.
Gaspar Andrés- taciturno- no había sido siempre así. Había crecido en la región y su conformación definitiva anfractuosa seguía un proceso lento que en los primeros años ni siquiera se hubiera podido atisbar. Ahora era la ocasión para que todos los reproches contenidos contra él pudieran cristalizar. Resultaba irónico que precisamente cuando realizaba progreso tan manifiesto se hubiera abierto la veda contra su persona.
Andrés Andrade tenía una teoría por la que establecía una relación directa entre la bolsa de cada cual y la cantidad de indulgencia que podría suscitar en los demás. Gaspar Andrade estaba, por vez primera en su vida, en franca oposición a los otros. Era mucho más fácil triunfar en la pequeña sociedad local si se era de posibles o se recordaba de algún abuelo que lo hubiera sido. Al que no, sólo le quedaba las ventajas que pudieran derivar de su inconformismo y malestar social. Había oído de sus mayores que en todo sacrificio derivaba recompensa y se aferraba a la frase como al pan candeal.
Andrés Andrade, que firmara así sus composiciones, tenía que volcar ese sentimiento en algún lugar. Durante algún tiempo Andrade había dejado de pintar; ya nadie quería un retrato en la época en que la fotografía, por poco dinero, daba de uno una imagen tan cabal. Malvivía de algún encargo de alguna vieja romántica que con ánimo de legar su rostro a la posteridad se dejaba retratar. Andrade era un pintor fiel a la realidad, conocedor de su oficio de mezclar dibujos y colores al objeto de lograr la identificación entre lo pintado y lo de verdad sin muchas pretensiones más, mas en los tiempos del hecho había redescubierto el placer de crear. Se empleaba, casi con saña, en composiciones no figurativas en las que lo importante era su efecto visual.
La juventud es irreverente- pensó- aunque alguien le había hecho ver que ésta atesoraba la generosidad del mundo, mayormente. A lo que él añadía que aquélla pronto dejaba en el camino la munificencia al hacerse mayor. La juventud te podía ofender pero sin maldad pues guardaba en el zurrón buenos sentimientos heredados de la infancia. Después, sólo cabía la alternativa de conservarse o ir a peor. Gaspar Andrés había observado que en población frecuentemente se iba a peor sin explicarse la razón de fondo aunque atisbase que se desperdiciaba una materia prima que, abierta al mundo, diera mejores frutos por no faltarse energía, simpatía ni frescor y que acababa pocha agobiada por la falta de oxigeno y abrumada por las pejigueras que cada generación se encargaba de legar a la posteridad. Gaspar Andrés observaba que la simpatía con que los niños saludaban pronto sería hosquedad, pertrechados de los prejuicios que los mayores nos íbamos encargando de alimentar. Por ello no le causó sorpresa ser escrutado con aquella mezcla de recelo y desprecio pues para aquel niño, él había dejado de ser uno de su pueblo para pasar a tachado oficial. Gaspar había pasado de transeúnte a espectáculo local. Un espectáculo sordo, sin brillo, enfundado en un gabán, aún en ciernes, que lo mismo podría derivar en exhibicionismo como en prestidigitación. Gaspar Andrés estaba triste por caer en el agujero negro del olvido que era esta suerte de protagonismo esperpéntico en que se veía inmerso no obstante apreciar no ser infrecuente que mano femenina recogiese los restos del despelleje pues igual que no éramos de oro que a todos gustásemos tampoco lo contrario: que todo el mundo coincidiera en nuestra aversión- se dijo.
Gaspar Andrés abrió dos pliegos y se dispuso a escribir. Al principio avanzaba lento. Cuando llevaba medio escrito el primero, lo arrugó y lo lanzó contra el fuego. Era una carta en la que explicaba a su hermana porqué desaparecía de este mundo voluntariamente. En el segundo tenía previsto pedir al juez municipal que no se buscase culpable por aquello.
En contrapartida a la anulación del plan, se dirigió frenético a la pintura como si en los lienzos pudiera diluir todos sus sentimientos negativos. Espontáneamente fue dibujándose en el papel, cartón, y cuando se terminaron, en las paredes, lo que debía ser imagen de su mundo interior, y así empezó a habitar la casa que había sido de sus padres como a sí mismo y población como si se tratase de un boceto al que había, poco a poco, que completar.
Por todo ello, aquella vez primera, premonitoriamente, Gaspar Andrés cruzó cabizbajo el umbral adentrándose en la noche que lo devolviera mojado a una cama en la que quiso reconocer un vago malestar contra su sociedad.
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