Gaspar Andrés nunca pensó que aquella noche fuera a terminar furibunda. Salió tarde pues había estado ordenando libros. Se lustró rápidamente los zapatos y se dirigió a su cajero automático habitual. Le gustaba- como se dice- llevar siempre mil pesetas en el bolsillo. Andaba levemente en amores de la manera en que su principal objeto era dejar de estar solo y por tanto sin demasiado apasionamiento. La chica de mirar perseverante hizo acto de presencia pero G. A. no tenía la usual gana de jugar al escondite. Necesitaba una terapia de amor más que lo aparentemente se presentaba de fasto efervescente.
G. A. no sabía que aquella noche el futuro lo iba a mirar a la cara. La muchacha, quizá también, estaba por un amor verdadero. Paradojas de la vida: el rostro cansado de G. pudo ser interpretado como falto de entusiasmo. G. A. se enfrascó en la lectura de una revista ajeno al mundo y sus circunstancias. Como presagio, fuera, se había destapado temporal aunque nuestro protagonista lo desconocía.
Lo primero que voló sobre él fue el amasijo de un paquete de cigarrillos. Era evidente que alguien quería llamar su atención, pensó. Se sumergió, no obstante, en la lectura, por considerar que quien recurría a tal método no podía resultar lo suficientemente interesante, dada la naturaleza del reclamo. G. A. con fino instinto percibió que no sería el primer objeto arrojadizo que de sí hiciera blanco. Posteriormente voló un cubito de hielo sobre su hombro izquierdo. Evidentemente algo había contra él. Se volvió descubriendo al autor, que no podía disimular su autoría de la peor forma. G.A. se encontró entonces contra la espada y la pared: si marchaba, mal. Aunque supiera de donde procedía el objeto voladizo no haría más que perder el tiempo andándose en pesquisas y acusaciones. La música, por otro lado, impediría cualquier intento de comunicación. Siguió como si tal cosa confiando en que los hechos no se volvieran a repetir. Cuando fue de nuevo blanco, se dirigió a la puerta del local y salió, sin pensar que en ello hubiera menoscabo alguno para él. Pensó que no era nada personal aunque supiera que en aquel ámbito todo era personal. Quiso creer que le había tocado a él como le hubiera tocado a cualquiera. Cuando abrió la puerta, descubrió que la noche, climatológicamente, también era desapacible. Acto seguido, la farola del alumbrado público que caía justamente enfrente se fundió, seguramente por efecto de algún corto provocado por la lluvia. Le alegró que lo inanimado estuviera de alguna manera en consonancia con él. Pensó que el hecho sería esporádico y que, como en toda su vida, nadie le volvería a molestar, por no ser él dado a ir molestando por puro afán de molestar. Armaré un ejército, se dijo, y por un momento se contentó tras que el gesto sospechosamente se repitiera al día siguiente. En fin, pensó, bastaba con dejar de acudir a lugares de tan mala querencia. Afortunadamente la población daba para aquello con lo que nada había, de momento, irreparable. Al mismo tiempo como por benéfica casualidad aquel otro lugar estaba poblado por el público variopinto de la inmigración con los que si hubiera segregación estaría en salsa. Pero tampoco le satisfizo pues entendía que podía convertirse a poco en un paria local o, peor, serlo de una forma manifiesta. Se adentró remiso en la noche pensando que acaso había una fuerza que restableciera los abusos aun a sabiendas de que la vida era nepotista. Que Dios, en quien creía, era nepotista. Y él…ay, él: un desfavorecido del Señor, aunque quizá había que tener en cuenta que no había recibido la confirmación. Sí…eso: los males venían de no haber renunciado al maligno y a sus pompas. Meditó estar en una zona intermedia que no le habría de traer ningún bien. Aunque, en realidad, qué mejor podía esperar. No pasaba hambre ni frío. La única carencia había sido el calor humano. Mientras sólo fuera aquello, no estaría mal- pensó- mas los últimos aconteceres iban por la vía deshonor. Y hasta ahí no podíamos llegar. Por otro lado, huir le resultaba enojoso en tanto que como nunca antes se veía abocado por los hechos. Era evidente cierto desamor. Siempre había sido. Los hechos conducían ahora a un salto cualitativo. Qué había pasado en la población para el relajo de los esfínteres de sus empadronados. Era evidente que corría en contra suya una corriente de pensamiento. Pero, de dónde provenía el mal. Quizá se trataba de dos movimientos paralelos que lo habían cogido en medio como en ojo de huracán. Era también sospechosamente casual que todo coincidiera con el interés suscitado en el elemento femenino referenciado ¿Era su sino que tuviera que renunciar a ella? Posiblemente estuviera todo encadenado pues quien no se daba a vistas no suscita nada y él, tras un tiempo convaleciente, había recuperado la curiosidad por la vida.
Borrachos, ni buenos ni machos.
Lo que peor llevaba es que aquello menoscabara su entendimiento. Le obcecara de tal forma que sus pensamientos estuvieran perturbados por el sesgo de la parcialidad. Parcialidad que podía derivar de la forma en que la vida lo punzaba. Era evidente que el mundo no podía ser explicado en término de cuatro aburridos que de aquella manera desfogaban un impulso sexual coartado en sus propios términos pues era relación laboral y no otra la que les uniera en aquella noche de parranda. Una parranda improvisada que obedecía a esa costumbre nueva de cenar en vísperas de Navidad. Pero También era difícil sustraerse a la evidencia que los hechos ponían de manifiesto a modo de punta de lanza. Eran muchos y aunque no machos posiblemente tampoco tuvieran la suficiente sensibilidad para apreciar su bellaquería. Por otro lado era obvio que su estupidez estaba cimentada por el alcohol. La repercusión del hecho se escapaba de su análisis entroncado con la media intelectual y otras cuestiones sociales como el hecho del solaz que había observado en población del mal ajeno.
Gaspar Andrés Andrade pensaba que fuera del mundo tenía que tener un alma gemela. Un día, entre sus libros de estudiante, encontró el autógrafo de una mujer. Para Andrés Andrade el mundo empezaba en la divisoria del término municipal. Lo de dentro no era mundo sino un cúmulo de gentes y de casas que ejercían el férreo tutelaje de toda población menor. El mundo empezaba después, donde muchos encontraban una porción de agua pura que echarse, como aire limpio, al pulmón. Pero Andrés Andrade durante muchos años creyó que el mundo empezaba fuera sólo para él. Sólo con treinta años lo comprendió. La jaula apresaba a quien más y a quien menos variando sólo la resistencia variando sólo la resistencia de unos y otros a ser engullidos en su interior. Cuando antes se comprendiera el hecho, mejor. Así, al menos, ya se era consciente de donde venía aquella ebullición. Y si en un tiempo considerara injusto el trato desigual, con el paso de los días, comprendía que hasta la amistad y el éxito social que exhibían determinados también tenía algo de atorrante y no era más que una capa ligera frecuentemente que no resistía el mínimo examen ¿No era mejor andar libre? Así lo estimaba él.
Por todo ello Gaspar pensaba que era doblemente injusto que se viera perturbado en su soledad, por lo que tenía de falta de respeto a una opción personal de libertad. Ya soportaba la falta de calor y en justa reciprocidad consideraba tener derecho a no ser perturbado en su posición. Una semana antes a lo que ahora tomaba por punta de lanza había captado unas palabras por las que era tenido como observador impenitente de todo cuanto en su camino se encontraba, a modo de reproche. Y era cierto que vagara y tuviera los ojos abiertos a todo lo que en su andar refrentase con su mirada. Por ello pensó, con cierto fundamento, que hubiera una escalada por la que había concitado cierto protagonismo. Y sabía de un foco posible del que partiera la maledicencia aunque no encontraba el él nada, fuera de sus costumbres pedestres, que alguien pudiera envidiar o, por el contrario, ser objeto de molestia.
Laura Andrés veía con preocupación los acontecimientos que se cernían en derredor de su hermano, pues aunque aparentemente retirada con las ocupaciones propias del matrimonio no era ajena a la calle. Gaspar buscaba instintivamente su compañía y no obstante ser renuente a entrar en su casa se las apañaba para buscar el calor de su hermana. La realidad entonces era un vasto erial arrasado por el viento cuando sus pasos, cabizbajo, fueron a dar con los de Laura. Percibió ésta el salto cualitativo que Gaspar llevara en mientes amén de estar medio informada de los traqueteos del hermano con la vida y con cierta intuición del foco de los mismos. Como confiara en su capacidad para sobreponerse no le preocupaba demasiado el porte pensativo que aquél exhibiera, sin menospreciar las urdimbres que de vez en cuando se desataban en la población, sabiendo que algunas veces se cernían sobre el propio tejedor. En Andrés la contemplación del rostro de su hermana producía una influencia benéfica pues no albergaba dudas de contar con, más que el cariño, lo que para él era más importante: su simpatía. Ella, discreta, lejos de deshacerse en aspavientos, lo observaba siempre con una circunspección que Gaspar agradeciera y que a ojos terceros pudiera parecer frialdad. Quizá se tratara de una estrategia tácita e inconsciente de los hermanos como autodefensa desde su orfandad, máxime que no se visitaran aunque se supieran, muy bien, encontrar. En realidad para ello no había que contar con muchos datos sino conocer los gustos del otro de los que los hermanos como almas gemelas sabían.
El mesocarpio de una aceituna.
Aquella noche Gaspar Andrés no llevaba ánimo de perseverar. La vio pero encontró inútil seguir con la mirada a la chica de la ocular correspondencia. En cambio sí consideró de obligado cumplimiento no consumir la última aceituna de su plato sin saber si tal hecho habría de pasar o no inadvertido pero, por si el caso, cubriéndose las espaldas de la vergüenza dando a entender, aunque no los supiera, que era de alguna manera consciente de su falta de compañía. La negra aceituna sobre el platillo blanco también parecía pregonar su especificidad. Poco después empezaron con el bombardeo. Gaspar Andrés- aún no lo sabía- estaba dentro de una espiral que había hecho de él involuntario centro. Suele ocurrir: nunca había deseado alcanzar de esta manera notoriedad. Quizá estuviera dando fruto un proceso de avezados que no había que malbaratar en el que la espoleta era en efecto de unas causas a su vez efecto de una causa principal primigenia. Pero para entenderlo había que saber andar en la oscuridad y aunque Andrés acostumbraba a invocar de esa manera a quienes no podían ver, no se podía decir de él que fuese un experto( el origen de tal práctica era debido a un respetable afán por no molestar: no despertar a su hermana, que quedara a su cuidado, cuando regresaba a altas horas los sábados por la noche que con el tiempo fue cierta destreza de la manera en que era capaz de hacer un recorrido entero en la casa totalmente a oscuras sin producir daños de importancia en el mobiliario.)
Las torvas miradas de adolescentes.
Gaspar Andrés, con la convicción de saberse ascendido a personaje, emprendió su bautismo de fuego, conocedor de la trascendencia del acontecimiento. Se llegaba a personaje en base a muy diversa calificación y las más de las veces no era estadio deseado, prefiriéndose el anonimato, mas no había vuelta atrás. Quizá la única posibilidad era desaparecer de la circulación y aunque Gaspar A. sentía gran tentación de ello, más fuerte fuera el ser un hombre enamorado. Ideó por ello una fórmula intermedia, como la ciencia es madre de la necesidad. Emprendía todas las noches la ruta en busca de algún auspicio favorable. No obstante, en seguida se topó con la torva mirada del adolescente. Era su momento: se quiso conformar. Pronto pasaría. El ascenso a la categoría de otro u otra lo desbancaría y entonces la apetecida liberación pagado el peaje de la libertad. Sólo era cuestión de esperar. Algún desamorío se estaría cerniendo en la sombra aunque lo que no deseaba, que también podía suceder, era quedar como comodín suplente cuando no hubiese otra carnaza que digerir y sus aventuras fueran relato con que edificar a la juventud y demás. Evidentemente, Gaspar, habría de contar con la simpatía de algún publico pues no era un monolito ajeno a cualquier humana clasificación ¿No había alguien con un ápice de simpatía hacia él? Por mucha que fuese su especialidad, la villa daba para bastante, edificada sobre el tiempo inmemorial, como para poder de ella alguna simpatía esperar o acaso fuera precisamente su vetustez el obstáculo principal y aquel gesto esquivo se hubiera estado amasando de generación en generación esperando ser proferido en el instante en que Andrés anhelara el mínimo de una aprobación social que necesitaba para respirar.
|