Era una apacible tarde del 31 de agosto, Miguel partió a dar una caminata por el Parque España de la colonia Condesa. Era un día muy agradable, hacía bochorno en superabundancia, el amago de lluvia parecía estar lejano. Miguel se sentía sofocado por el Astro Rey así que determinó ir a un puesto de aguas frescas. Una vez que arribó, pidió una de limón y presentando el dinero se apartó caminando a la banca en la que contemplaba a los niños jugando futbol, a las señoras comadreando y alguno que otro viejo al que la edad parece no respetar sentado en un rincón con sombra del parque. Degustando su manjar mil cosas pasaban por su cabeza: que sí la deuda del teléfono, que el gas, que el cable, que el agua, que la tarjeta y otras más que creía no lograr solventar.
Ensimismado por el dulce sabor de aquel néctar seguía ideando cómo solventar cada uno de sus líos económicos. Poco le faltaba para adquirir un revólver y arremeter al interior de un banco. De repente y sin cavilarlo, algo le percutió la cabeza. Lo único a lo que presto oídos fue:
-¡Aguas!
Su mente permaneció en blanco total, es como si su cerebro se hubiese formateado. Tras un momento sin saber de sí despertó en una calle desierta, no oía carros estruendosos ni estéreos a todo volumen. Se levantó al mismo tiempo que se sobaba la nuca, volteó a sus cercanías tratando de reconocer el sitio donde se encontraba. Vio que un niño se aproximaba, pero no cualquiera, el infante vestía zapatos negros, calcetas que casi le rosaban las rodillas, pantaloncillos cortos que apenas dejaban descubiertas sus articulaciones, una camisa blanca y traía consigo una pelota de cuero que a simple apreciación parecía pesada.
-Disculpa niño, ¿me podrías decirme dónde diablos estoy?- dijo Miguel un poco molesto-.
-¿No sabe dónde está? -respondió-.
-La verdad no, para ser sinceros me siento un poco raro, ¿seguimos en México?
-¿Está bien señor?
-Solamente indícame dónde estoy y que día es hoy.
-Estamos en la Roma, en la Ciudad de México, es 1 de septiembre de 1942.
Miguel se quedó boquiabierto y el dolor de cabeza volvió aún más al darse cuenta que retrocedió 71 años. Caminó por aquella arteria y se maravilló al ver a chiquillos jugar sin el temor de que un auto los arrollase, amas de casa que regresaban a su hogar con una canasta llena de alimentos y verduras ¡sin bolsas! Veía a señores ataviados en finos trajes y con camisas blancas planchadas por sus esposas.
De repente empezó a vibrar su celular, su móvil funcionaba en 1942. Aparecía como número desconocido, apretó el botoncito verde y contestó. No había nadie detrás de la otra línea. Colgó y caminó, y caminó a lo largo de aquella extraña calle hasta que llegó a una avenida grande, Paseo de la Reforma. Se sorprendió al verla sin tráfico y con aquellos autos que ya estaban descontinuados: Mercury, Chevrolet, Nash, Dodge, Fiat, Hudson, un sinfín de modelos. Se volvió a meter en la colonia y de una casa oía una frecuencia poco distorsionada que decía:
-El día de hoy, primero de septiembre del año 1942 el presidente de la República, Manuel Ávila Camacho presentó su segundo informe de gobierno ante el Congreso de la Unión, en él destacó el crecimiento económico y la creación de empleos. Lamentó las acciones de Alemania en mayo pasado contra nuestros barcos petroleros…
No lo podía creer, estaba escuchando un informe de gobierno por radio, solo los conocía por la televisión, ese día era aburrido en su totalidad porque en todos los canales no había nada a excepción de la voz del primer mandatario; hoy en día eso ya no existe, la gente ni se entera.
Todo era impresionante: niños jugando en las calles sin miedo a los secuestradores o a los carros, señores vestidos elegantes para todo, amas de casa yendo a comprar a una tienda con canasta…, todo era armonía, por lo menos en este país, ya que en Europa se estaba librando la Segunda Guerra Mundial. Llegó hasta un café en la casi avenida 20 de noviembre, se sentó y esperó a que lo atendieran, todos los comensales se le quedaron viendo por su extraña vestimenta. La mayoría iban de traje, medio bombín, zapatos lustrados y pantalón de trabajo muy elegante. Miguel por el contrario tenía una playera de rayas vulgar, mezclilla –que ese entonces no era de uso común- un peinado que le cubría totalmente la oreja cuando en aquel lugar el cabello era muy corto cubierto, la mayoría de las veces, por un sombrero.
Una mesera se acercaba, Miguel no podía dejar de verla: pelo recogido en un chongo, caminaba lento como si el tiempo no importara, sus piernas las cubrían medias transparentes, sus ojos eran cafés, pero no cualquier tono: podías perderte eternamente, no lograbas despegarte de esos hermosos luceros.
-¿Qué te doy?-preguntó ella.
Miguel se quedó perplejo y no sabía si pedirle un café o su nombre.
Sonriendo la muchacha dijo:
-¿Qué es lo que llevas puesto?- dijo extrañada-.
No tenía la más remota idea de lo que decía aquella persona, solo veía sus ojos. Ignoró lo poco que medio escuchó y cambiando la recién empezada conversación le soltó la pregunta como si nada:
-¿Cómo te llamas?-dijo nervioso-.
-Miranda, ¿puedo tomar tu orden?
-¿A qué hora sales hoy?-volvió a voltearle la anterior pregunta-.
Esbozando una sonrisa tímida se decidió a contestarle:
-Está bien señor preguntón, salgo a las 8:30 y si no vas a tomar nada te sugiero que te marches, a un cliente le puede servir tu asiento.
Miguel se levantó de la silla sin dejar de verla. Aquí dejó claro que los hombres son incapaces de realizar dos cosas a la vez, ya que se tropezó con una de las patas de la mesa. Caminó hacia la puerta sin dejar de ver a Miranda, parecía que le iba a dar tortícolis. Antes de encontrarse con la puerta y sin voltear la cabeza le dijo:
-Te veo a las ocho treinta.
Por fin se fue. A Miranda parece haberle llamado la atención aquel joven extraño. Trazó una pequeña risita y soltando una pequeña carcajada volvió a sus labores.
Miguel se quedó afuera del lugar hasta la hora en que se comprometió a esperar a Miranda en esta extraña parte de la capital del país. No se movió ni un metro de la banqueta porque no conocía a la ciudad en esa etapa, no existía el Viaducto ni Ermita Iztapalapa. Era completamente otra urbe. San Juan de Letrán era el abuelo del Eje Central Lázaro Cárdenas. El manicomio de La Castañeda era blanco de oscuras e indecorosas historias. Se podía divisar el Popocatépetl y su eterna compañera Iztaccíhuatl porque la contaminación era mínima.
Dieron las ocho treinta en punto y Miguel se estaba congelando, su viaje en el tiempo no lo dotó de inmunidad ante la temperatura del pasado. De pronto ese frío que le atravesaba los huesos cambió por un calor provocado por el nerviosismo y la emoción de ver a esa persona especial. Empuñado de valor y con la idea de que ella no se acordaría se acercó y con voz temblorosa, más bien tímida, dijo:
-Hola.
Miranda no sabía qué hacer, en realidad la había esperado aquel jovenzuelo, un poco confundida y sorprendida miró a Miguel a los ojos y le declaró abiertamente:
-No pensé que me fueras a esperar, para ser sinceros, ni creía que fueras real-.
-¿Por qué?- preguntó Miguel-.
-Bueno pues tu ropa no es muy común por aquí, es europea verdad-.
Miguel estaba cien por ciento seguro de que Miranda no se va a tragar el cuento de lo que en realidad pasó: nadie (y menos en los 40´s) caería en que una persona de la vida real pudo viajar en el tiempo. No sabía que responderle para quitar esa apariencia de “irreal” que la camarera tenía de él.
-Lo que pasa es que, bueno, yo vengo de, de, del otro lado, sí, vivo en Nueva York pero estoy de vacaciones aquí- no se le ocurrió algo mejor.
-Pues no tienes acento norteamericano.
-Es que nací en el DF pero resido allá por problemas familiares, pero mejor háblame de ti- se salvó-.
-Pero primero dime tu nombre, ni siquiera sé cómo te llamas.
-Miguel, Miguel Ángel Medina Arrita.
-Interesante. ¿Cuánto tiempo llevas en Estados Unidos?
-Aproximadamente unos 2 años.
-Haz de ganar un buen ahí del otro lado. ¿De qué trabajas?
-En (no sabía cómo decirle que era ingeniero en computación) soy arquitecto-
-¿Dónde estudiaste?
-En una universidad de Estados Unidos.
-Interesante.
-Bueno ahora que ya sabes algo de mí platícame de ti- dijo Miguel.
-Bueno, me llamo Miranda Soler Villa, tengo 29 años y vivo en la ciudad desde hace 5; tú casa (en modo de cortesía) está por la Condesa, un poco lejos de aquí.
-Si gustas te puedo invitar algo ahorita- queriéndose lucir Miguel.
-Es que es muy tarde, además, ya estoy cansada.
-Bueno, mejor te llevo hasta tu casa-
-¿Seguro?
-Sí.
Caminaron por la eclipsada urbe platicando de cuanta cosa se les ocurría, de su familia, de sus empleos, en fin. Miguel le hacía preguntas a Miranda sobre la ciudad porque él no la conocía en esa época, digo, vivía en el 2013 y Miranda en 1942.
Cuando llegaron a la Condesa Miguel se maravilló de observar una colonia ataviada con finos automóviles, alumbrados de primera, sin baches lo cual parecía un milagro tratándose de las vías de comunicación de la ciudad.
Caminaron por la calle de Tamaulipas donde había una cantina llamada “El Bohemio”. En ella reposaban tranquilamente algunos borrachos que fueron a ese lugar del infierno a ahogar, más bien, intoxicar sus penas en el veneno más vendido del mundo, el alcohol.
-¿Conoces esta cantina?-preguntó Miguel-.
-Solo sé que lleva aquí algunos años; se fundó en 1905, la abrió un español de nombre Manolo Navarrete; hasta hace algunos meses todavía atendía el dueño pero murió apenas en mayo. Dicen que aquí venía Victoriano Huerta a echarse unos tragos, bueno, en realidad el recorrió todas las cantinas y pulquerías del DF-dijo Miranda-.
Miguel se detuvo un momento porque no le caía el veinte de que estuviera en la colonia, su colonia que lo vio nacer. Se recordó niño, corriendo por el parque desobedeciendo a su madre; recordó a su perro “Fito”, cuando lo llevaba a pasear entre la avenida Nuevo León y Calle Parras; a su memoria retornó su abuelito José quien le enseñó a leer y le desató el gusto por la historia de México. El señor luchó en la revolución bajo las órdenes del General Pancho Villa y asegura que participó en la batalla de Ciudad Juárez con la cual derrocaron a Porfirio Díaz; del baúl de la memoria rescató a sus tíos, Beto y Ángela que siempre le decían “pulga”, “pirinola”, “monito”, pero le llevaban regalos de todo tipo: desde una pelota hasta una pistola de balines que su madre le retiró porque la consideraba peligrosa.
Tuvo que viajar a un pasado muy lejano al suyo para recordar lo felices que eran los viejos tiempos.
El joven no pudo contener más la alegría y comenzó a comer cual liebre en campo abierto.
-Ven, sígueme-dijo a Miranda-.
-No que no eras de aquí-inquirió la muchacha-.
Volaron, no corrieron. Parecía que la infancia no había pasado en ellos porque se comportaban como críos en día de asueto.
-No corras, pareces puma-dijo un poco molesta Miranda-.
Miguel sujetaba a Miranda de la muñeca, sus movimientos se asemejaban al juego de las coleadas. Ante tanta emoción Manuel tropezó provocando en Miranda la misma acción. Cayeron de frente, nariz con nariz, boca con boca, ojos con ojos. Cual imanes sus labios se atrajeron y fundieron en un profundo beso merecedor de las portadas de la TIME o LIFE; para no ser tan malinchista también del Excelsior y El Universal.
Al cerrar los ojos sellaron aquella noche un pacto que jamás iba a terminar. Un poco confusa Miranda habló:
-¿Y eso?
Miguel se quedó perplejo y no supo que contestar.
-¿No te gustó?
-No es eso, es que, bueno, cómo te lo explico…
-No importa tu dime.
-Bueno, tengo novio.
El muchacho sentía que el mundo se le venía encima, todo el peso de la culpa recaía sobre su espalda, sufría su primera y tal vez última decepción amorosa en el pasado.
-Ah, bueno, pues, yo, me tengo que ir- manifestó Miguel-
Ya se encaminaba a irse –sepa el a donde- cuando sintió que alguien venía detrás suyo, era Miranda quien grito su nombre, rotó la cabeza y cuando reaccionó ya tenía sus labios sobre su rostro. No tenía la más remota idea de lo que pasaba. ¿En esos tiempos no eran más mamilas las relaciones?
-La verdad-dijo con lágrimas Miranda- es que mi novio es un salvaje, cree que todo se puede resolver con violencia.
-¿Te ha pegado alguna vez?-cuestionó Miguel.
-No, pero no lo quiero, tú eres como un ángel que llegó vestido ridículamente.
Sin decir nada volvió a repetir la acción del ósculo pero cuando cerró los ojos vio un túnel, no aquel que ven todos al momento de entregar el equipo, un túnel que se dirigía a él y no a la inversa. Llegó a ser tan fuerte que lo obligó a abrir los ojos y que gran sorpresa se llevó.
Ya no estaba besando a una encantadora mujer que conoció en 1942, solo estaba recibiendo respiración de boca a boca por un caballero obeso, rápidamente despertó.
-Gracias señor ya estoy bien.
-Nos espantaste a todos chavo.
-¿Cuánto tiempo me fui?
-Como unos 10 minutos-respondió el señor de talla grande-.
Por un momento se olvidó de su “sueño” hasta que reaccionó. Corrió al lugar en el que se había besando con Miranda pero lo único que encontró fue un perro cagándose. Volteó a su alrededor tratando de buscar a su amiga pero solo divisó su vaso de agua de limón tirada.
No muy lejos de ahí estaba la calle de Tamaulipas, por alguna casualidad se acordó dónde estaba la cantina que había “soñado” pero en su lugar había un pinche Starbucks.
Con la moral por los suelos se retiró a su hogar con la ideología derrotista que caracteriza a cualquier mexicano cansado y harto. Busco en su bolsillo un llavero con forma de playera que le habían traído de Cancún, cuando lo encontró abrió su puerta, dejando las llaves sobre una pequeña mesita al lado de la puerta y se dirigió a la biblioteca donde empezó a leer poemas de jóvenes autores, una antología que le regaló un amigo que trabaja en el INBA.
Se quedó dormido, la baba le escurría al borde de la boca. Despertó de su silla, colocó su señalador entre las páginas 234 y 235 y dejo el libro sobre su escritorio. Cerró su biblioteca y se fue a dormir. No se podía sacar de la cabeza a Miranda, aquella joven “ficticia” que le hizo feliz durante escasos momentos en un “sueño”.
No pudo pegar el ojo toda la noche. Esa ilusión lo había traumado y tal vez para siempre. El despertador sonó a las siete treinta de la mañana; con los párpados hechos pedazos y la barba mal afeitada se dirigió a la cocina valiéndole madres ordenar su cama.
Prendió la televisión nada más para hacer compañía y cayó en el noticiero del canal 2 el cual odiaba, decía que a Loret de Mola solo le faltaba un crucero para ir a actuar porque payaso ya era. La dejó hablar sola hasta que retornó de la cocina con una taza de café y un plato de cereal con leche y plátano. Carlos empieza a hablar después de una pausa comercial:
-Los acilos en el Distrito Federal están al tope, se calcula que al año ingresan mil ancianos a los acilos, esta es la historia…
Miguel solo comía y no prestaba atención a lo que la reportera exponía en la pantalla. Sin pensarlo vio que la periodista le preguntaba a una amable ancianita su opinión sobre el servicio que brinda el acilo. Se sorprendió al ver que al pie de la nota aparecía el nombre de Miranda Soler Villa. Tal vez era la hermosa joven que conoció en su “sueño”. Estaba descansando en el acilo San Agustín de Padua en la delegación Benito Juárez. En ese mismo momento salió corriendo de su casa, como rayo intentó abrir su carro pero no tría las llaves el sonso, regresó y se metió a su Golf rojo. Intentó recordar el nombre del acilo: San Agustín de Padua. Como idiota iba preguntando a cuanta persona se atravesase por su camino. Se paró por el metro Portales y le preguntó a un señor de bigote poblado y peinado a la Elvis Presley:
-Disculpe, sabe dónde está el acilo San Antonio de Padua.
-Se va hasta la avenida Plutarco Elías Calles y al lado de un parque está.
-Gracias.
Miguel siguió como le indicó el caballero y después de pasarse dos semáforos en rojo llegó a su destino. Medio peinándose se bajó del carro. Entró por una puerta enorme de cristal y se topó con un mostrador donde atendía una enfermera un poco gorda y de cabello chino con cara de “me vale todo”. Manuel se acercó:
-Buenos días- no contestó la enfermera-.
-Buenos días-repitió una segunda vez-.
-¿Qué diablos quiere?-respondió amable la señora.
-Vengo a ver a la señora Miranda Soler Villa.
-¿Es usted pariente?
-Sí, digo no, bueno sí, soy su nieto.
-Está bien déjeme le aviso.
-Gracias.
De pronto por una puerta al lado del mostrador salió una anciana con el pelo cano en su totalidad, apoyada por un bastón y con debilidad en las piernas. Por su lento caminar Manuel se acercó y ella levantó el rostro para verlo. Sonrió y por sus mejillas cayeron algunas lágrimas.
-¿Está bien señora?-preguntó Miguel.
-Sí, solo que han pasado 71 años desde que te perdí, desde que perdí a ese “ángel ridículamente vestido que llegó a salvarme”.
José Luis Enríquez Guzmán
24-DIC-13
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