(Sobre una de las maneras de plantarle cara a la poderosa administración).
Había que procurar en todo momento que los cambios operados nos reafirmaran en el conocimiento. Un conocimiento que había empezado a escamoteársenos en los diez o doce últimos años. Por una causa imprecisa pero bien acotada temporalmente, la realidad había acabado por expulsarnos hacia sus capas más superficiales.
Pero lo peor de todo era la lucidez. Una lucidez implacable por la que la verdadera faz de las personas me punzaba la conciencia al mismo tiempo que me mostraba la imposibilidad de salir de la madeja al estar todos los hilos enredados de tal forma que resultaba imposible hacer la operación perfecta de desenredarme sin molestar a otros que entre los hilos habían hecho su hogar.
Pero, con todo, era menester perseverar, pues se me antojaba la única manera de aclarar el misterio, de cuya existencia, a veces, también dudaba, mas contaba con tan escaso material que hacía que me planteara, sólidamente, si no era una materia cuyo conocimiento fuese, más que nada, imposible. Y el afán por encontrar la razón de mis desvelos era industria, posiblemente, abocada “ab initio” al fracaso. Sin embargo, se hacía vital tratar de encontrar al elemento que me impulsara del centro a la superficie de la realidad.
Y con todo había que buscar culpables, pues no podía quedarme con la triste respuesta de que era la biología la razón postrera. Así me lo habían indicado en mi formación y, esa era, también, mi dimensión profesional. Puestos a buscarlos, lo más probable era que no los hubiese con nombre y apellidos pues mi intuición no estaba por el drama sicológico sino que, más bien, la perspectiva primera yo la veía social.
Con escaso bagaje me adentré en la ciudad, pensando que, al menos, calor de urbe no me habría de faltar. El condumio era cuestión que dejaba a mi responsabilidad. Mi juventud, creía, era un salvoconducto que me habría de servir para transitar por todo lugar, por lo que no debía retardarme mientras lo pudiera utilizar.
No obstante, ante todo, era menester no descuidar la higiene personal pues antes que nuestras palabras nuestro olor hablaba ante los otros por nosotros. Y la sutileza más sublime de nuestro pensamiento haría, con toda seguridad, aguas. De otra manera era- lo anterior- el mejor sistema si lo que pretendíamos era ser esquivado rápidamente. Pero, de continuo, no solía ser aquella nuestra pretensión. Cualquier embajada que acometiéramos tenía como premisa la ausencia de significación olfativa.
En segundo lugar: otra ausencia: la del no menosprecio propio como argumento subliminal para la consecución de nuestros proyectos por la vía de dar lástima. Por otro lado, café tampoco. Nada de aditivos. Acaso cacao.
Con lo anterior, el programa, al menos en sus aspectos formales, estaba completo. Lo demás sólo dependía de nuestra pericia. Casi se podría hablar de nuestra astucia para luchar contra la Administración. Y con todo, tener en cuenta que no nos enfrentábamos a un escuchimizado sino a la hidra de mil cabezas capaz, en cualquier momento, de dar cumplida cuenta de cuantos hasta ahora habían emprendido la labor.
Pero era menester perseverar. Y no había manera humana de descubrir cuál era el camino correcto una vez que se había empezado a andar, por lo que era inevitable echar, de vez en vez, la mirada atrás. Y, lo peor, albergar, inevitablemente, la sensación de habernos equivocado. Por ello, los primeros momentos era imposible conjugarlos con paz.
La ansiedad me rodeaba hasta el punto de conferirme el aspecto de estar poseído de cierta dosis. Las orejas gachas y las ojeras enhiestas, trémula la mano derecha, con la que sujetaba el vaso de licor.
(Y ella, como rondándome, mas, con el afán que ha de desplegar el carroñero que revelara, atenta a mis desmayos, que con el deseo de verme recto sobre el suelo. Por adivinársele entusiasta a las manifestaciones que yo daba de flaqueza. Que las acogía con interés, malamente disimulado, en un afán, escasamente convincente, por parecerme interesada. Por parecerme interesada en mí. Y a tal efecto no dudaba incluso en gesticular sus intenciones con aspavientos y grandilocuencia. Y, sin embargo, estaba tan espléndida con toda aquella farsa. Farsa en la que yo también era contrapunto. Elemento indispensable que daba la medida opuesta de la sinceridad, mor a la cual se podía hablar con propiedad de falacia. Pero, también era posible, que todo fuera de la manera opuesta a como yo incluso me atrevía a escribirlo. A dejar constancia pública. Quizá mi punto de vista fuese más estrecho y quedaba totalmente desbordado por el de… Por cierto no sé cómo es su gracia. Por el de ella, que contenía una perspectiva más amplia.
Era posible pero también no. Por qué no podía estar yo de parte de la verdad. Y, en consecuencia, mi postura ser la acertada).
La pregunta seguía en el aire. Cómo enfrentarnos (con un mínimo de posibilidades de resistencia, claro) a la poderosa Administración. Una administración que podía presentarse con mil rostros, con mil aspectos, con mil y un disfraces, como éste de la faldita de colegiala que enmarca dos columnas tan contundentes como puedan ser las más equilibradas de todo el Occidente mundial.
Cómo, por otro lado, entender tras de la faldita un disfraz, si posiblemente la maciza en cuestión esté en edad escolar. Su lustre, probablemente, hacía que su indumentaria la viera como un disfraz, cuando no era sino el hábito de profesar. Profesar en el sentido de ser profesada. Profesada, que no procesada, aunque también.
En fin, cómo enfrentarse con ciertas garantías a la poderosa administración. Había que hacer acopio de vocabulario: sólo frente a un torrente de palabras la maquinaria tenía cierta conmiseración. Ente…qué.
- Entelequia, “jefe”.
- Pues no nos sale en el manual, tendrá que dispensarnos pero no podemos dar un paso sin saber si podremos dar el siguiente. Tendremos que hacer un parón. De cualquier manera le advierto que con esos términos se adivina cierta pulsión de insumisión.
Y eso que no habíamos pasado del encargado de recepción. Quizá el más consistente filtro de los que preservaban al gran dragón- frente al que en futura lid habíamos de demostrar nuestra talla- pese a su aparente inconsistencia.
Tras aquél, el invicto y carraspeante carajillero dragón, en su gruta, expectante, a su vez vigía y responsable último de la custodia de aquello cuyo contenido, con el tiempo, había incluso perdido noción, y que emprendía, más que nada, por profesionalidad, sin que en ello le fuese algo personal. Mas este cancerbero cetrino rondaba la sinrazón por conservar la imagen del tesoro pero no la causa de su sinrazón. Además contaba con utilísimo, despistado, encargado de recepción que – raro- tenía las dos nociones anteriores intactas y se mostraba abierto a cualquier pretensión que se canalizara de acuerdo con las normas de procedimiento de la Administración.
Hasta ahora había sido decir “mu” y verse devorado uno por el dragón. Todos los precedentes habían ido a parar dentro de las fauces del “réptil” incondescendiente y raudo, salvo uno, que por entrar horizontal fue regurgitado al exterior; por cuya merced se sabe algo del dragón ya que hasta el atravesado reinaba en la materia gran oscuridad.
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