...aquella noche de navidad se había propuesto hacer algo útil. También algo por su salud. Sería la primera vez en años que rompería las cuerdas de la marioneta que con el anzuelo del amor le hacía ir de aquí a allá derivándole constantemente. Quería probar, aunque sólo fuera por una noche, a romper las ataduras que le sumían en la infelicidad y en el consuelo que le proporcionaba la comida. Aquella nochebuena la pasaría sola entregada a sí misma con exclusividad.
Con la banda sonora de un viento que se dejaba oír desde su atalaya había concebido el plan de no acudir a cenar. Aquella noche de comilona ella la iba a pasar encerrada en su habitación. Sabía que sería difícil, que pronto empezarían los reproches; pero había decidido resistir.
Aquel remedo de familia probablemente no estaba preparada para la insurrección pero había llegado el momento de tomar las propias riendas de su vida, de dejarse de comportamientos vicarios o sucumbir para siempre a aquel destino del que pareciera tan difícil bajarse porque ella tampoco estaba preparada para su desaparición. Era su propia existencia como persona la que estaba en juego en aquel hecho tan sencillo como no bajar a cenar.
Tal y como había previsto, pronto la llamaron a cenar. No bajó.
Al poco se armó el belén y empezó el capítulo de los reproches. Todo según planes. El ambiente se fue enrareciendo y aparecieron los primeros gritos ante aquel desafío a la autoridad que se estaba produciendo. Al parecer nadie quería comprender que la chica quería estar sola, consigo misma, pues, al parecer, se habían acostumbrado ya a tener una marioneta en el hogar.