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Nada hacía pensar hasta la fecha que a aquel simpático niño lo acabara matando el vino. El que vino y los que bebían vino. Fulgencio Bautista moriría de lenguas desatadas por el alcohol.
Todo, claro, si se cumplían los planes. Unos planes basados en la tradición milenaria de la villa según los cuales quien nacía en el lecho en que lo había hecho Fulgencio estaba predestinado al fracaso de una manera certera. Siempre había sido así: el pronóstico que se auto realiza- que diría un sociólogo- o el signo de los tiempos, que se decía por allí.
Sin embargo para el muchacho era todo lo contrario; pensaba que le aguardaba con un poco de esfuerzo de su parte y el acompañamiento de la suerte un futuro ilusionante. Deseaba distinguirse en algo; ser un profesional. Para ello tenía que prepararse: estudiar. Seguía con atención las explicaciones de los maestros al concebir, según se le había explicado, que era una forma honorable de progresar. También porque así lo había oído, y en esos años se tiene mucha confianza en los mayores.
Fulgencio Bautista, con el paso de los años, se empezó a dar cuenta de que empezaba a molestar. Estaba claro que los mismos que habían libado su inocencia ya no necesitaban más. Él no obstante no había variado de creencias en lo relativo a su derecho a ser uno más, a llevar una vida completa, a llegar hasta el final.
Mucho tiempo después, la noche que antecede a la Navidad, vería con entera lucidez lo que había sido su vida, pero, lo peor de todo era que no tenía a nadie con quien hablar.
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Texto agregado el 24-12-2013, y leído por 101
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