Z. A. apareció al final de sus días o lo que fuese alegre como jamás lo estuviera. Se mostró dicharachero y se dijo en aquellos tiempos que le había tocado un boleto. Nadie heredó el dinero, sin embargo, pues Z. lo debió esconder de tal manera que se le anduvo buscando entre pedrizas y lugares mágicos, hasta que los años- más que las manos de Z.- fueron sepultando el misterioso tesoro( que tomó consistencia en la imaginación colectiva alcanzando dimensiones fabulosas). Z. A., fue hacerse rico, disfrutar de unos días de alegría, que no le visitara jamás, y desaparecer misteriosamente sin dejar rastro entre nosotros. Nunca se le había visto beber y poco antes de morir o lo que fuera- pues de cierto que es misterio, al no haberlo nadie visto marchar ni haberse rescatado su cuerpo de entre los escombros de la casa incendiada el día que desapareciera- se regalaba con unos vasos de anís seco (como recalcara el posadero José-José el zompo entre nosotros- con quien en los últimos días pareció trabar relación, aunque, muy bien, ésta pudo ser circunstancial).
La apariencia a que nos tenía acostumbrados también cambió por los días del boleto, y tanto, que sus raídas ropas se empezaron a hacer de menos, al tiempo, cortó sus barbas prematuramente encanecidas, e hizo arreglar sus cabellos, con lo que empezó a hacerse notorio que Z. había dejado de ser el ganapán en que se convirtiera poco después de la muerte de su padre, la única persona que desde niño lo había cuidado.
A la muerte del padre, Z.A. no quedó totalmente desvalido, pues la familia – que compusieran brevemente los dos- contaba con algo más que sus manos para proveer el sustento. El padre trabajaba en la farmacia en calidad de mancebo viejo. Como quiera que Z. estuviese dotado de buena memoria- elemento más que útil en el oficio- el boticario lo tomó a la muerte del mentado como aprendiz de farmacia movido tanto por la utilidad Z. le reportaba, como por la situación de orfandad del muchacho, pues la propia familia del Licenciado también había sido visitada por las muertes prematuras, la de su único hijo y la de su esposa primera.
El licenciado, siempre de buen talante pese a las pérdidas referidas que anteceden, pronto tomó aprecio por el muchacho al mostrarse éste diligente en el oficio al haber heredado la buena disposición del padre en el desempeño de la farmacopea y estar dotado de la virtud de la mesura en la preparación de las fórmulas y en la atención que dispensaba a los clientes, que agradecían la simpatía del todavía niño. Además se granjeó el aprecio de la segunda recién esposa de su patrón- de natural alegre y discreto- y con quien mantenía más relación de amistad, pues sólo distaban en edad la de quince años.
La vida de Z. discurría entre las atenciones que le dispensaban sus, más que patrones, mentores y que a fuer de tiempo y roce se tornó relación de cariño. Pero la fatalidad, que en la vida de Z. parecía no descansar, se vino a manifestar nuevamente en sus días, transformándolo en el ser mohíno y distante que siempre fuera hasta los días del boleto. Vino a suceder que como quiera que el muchacho viviera un tanto abandonado entre nosotros, sus patronos tomaron la decisión de albergarlo en su propia morada habilitando al efecto en la rebotica un jergón, con el deseo, inconsciente quizá, de hacerlo propio por esta vía de la cercanía. En mala hora se llegó al acuerdo pues, al poco, se desataron rumores que hacía a Z. amante de la joven mujer del farmacéutico, y como frecuentes y osados, llegaron a los oídos de la supuesta víctima, la cual, herida en su dignidad de persona de edad, no pudo sino solicitar de Z. el abandono de la casa y- lo peor- del oficio.
Con ello Z. vivió a sus diecisiete años con la única riqueza de la vetusta casa de su padre y, sobre todo, con el regusto amargo de quien había sido objeto de lenguas inicuas( al haberle hecho su patrón conocedor de las palabras, que circulaban sin freno que las pudiese parar).
Z. se empleó durante su vida entre nosotros en trabajos duros pero sin compromiso duradero en los empleos. Contestó a quien le hablaba y saludó a quien así también lo hacía, con escasa tendencia sociable, a no ser al final de sus días, como se dijo al principio de esta crónica de su vida o muerte.
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Algunas de esas personas que tienen la imaginación de la manera en que confluye la intuición con el encadenamiento de los acontecimientos y que fijan de forma prodigiosa las relaciones causa- efecto, resucitaron, desenterrando del olvido, que Z. había estado enamorado de Magdalena- la viuda del boticario- en tiempos del boleto, y , más, que ésta se había estado viendo en secreto con el joven mancebo. Por lo demás: que de resultas de la muerte del licenciado había sido la viuda y no otra la razón del cambio de fortuna del huérfano, con la hacienda que el Licenciado había ido reuniendo con su esfuerzo durante los años que estuviera al frente del negocio, que, por no haber descendencia, tampoco de Magdalena, le había dejado a ésta.
Así se explicaron el portentoso virar de condición del muchacho, que le hiciera mudar de costumbres, apariencia y carácter por algunos días, hasta que desapareció extrañamente con una secuela de llamas envolviendo su casa, quienes prefirieron no dar pábulo al boleto misterioso. Con esta otra interpretación las apetencias de conocer de cierto sector de la población quedaron colmadas y ya sólo restaba dar respuesta a la repentina desaparición de Z.. Unos decían que había marchado a la ciudad en la que llevaba ahora vida crápula y otros que vivía emboscado en la botica entregado a amores a la viuda( de la que no salía por no perjudicar a la boticaria que perdería la herencia si contraía nuevas nupcias o llevara vida marital con otro hombre, pues, según esta tesitura, Don Jenífaro, que así se llamaba el muerto, había dispuesto que debía emplearse la herencia en obras piadosas y otros beneficios a la población si Magdalena contraía nuevas nupcias o vivía maritalmente). Y no faltaba quien mantuviera y aseverara con juramentos haber visto lo anterior por escrito.
Pasó el tiempo y otras jugosas novedades suplieron los comentarios referidos. Magdalena al unísono, fue envejeciendo hasta que, como quiera que se sintiese débil, llamó a Zacarías Aznar a su par. Z. apareció entonces en la población no sin asombro, pues el hecho fue considerado como acontecimiento, de aquéllos de los que de no mediar brujería se habría de llevar a más de uno los diablos a los infiernos. Ya viejo, Z.A. acompañó a Magdalena en su postrer lecho, prodigándole toda suerte de atenciones, mas viendo, no obstante, cómo sus desvelos resultaban en vano al no, al menos, hacer menguar los dolores de ésta con sus palabras de consuelo, resolvió viajar a la ciudad- de la que regresara- con el propósito de comprar un analgésico para alivio de Magdalena, la que, por otra parte, con entereza- casi diríamos heroica- no profería lamento alguno y sólo evidenciaba su dolor con unos lagrimones en las mejillas que descendían y que, en vano, pretendía borrar con la sábana con que se cubría.
Cuando Z. regresó con la morfina encontró la rebotica a rebosar de enlutadas plañideras y algunos hombres enfrascados en anises y pastas. Lentamente, parsimonioso, se llegó hasta las cuadras donde Don Jenífaro guardaba los arreos y, ceremoniosamente, cogió el látigo de arrear en coche caballerías y se dirigió a la rebotica donde lo hizo restallar con violencia y al tiempo gritó:
- Fuera de la casa de mi madre.
Fin.
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