Hacía un frio de cagarse en la celda, llevaba un día completo tiritando no de frio, no de hambre, no de tristeza sino de miedo.
Lo detuvieron frente a un almacén a vista de todos, al reconocerlo le dieron un culatazo en las costillas, que aún craqueaban en ciertas posiciones, frente a todos que inmóviles cerraron los ojos y no los abrieron hasta que sonaron las llantas en carrera; no vieron las caras, no vieron las gafas, ni los trajes, ni la patente, ni la miseria, ni la cobardía.
Sin preguntarse cómo o porqué, como una inmensa luz, un eco de radio lejano atravesó la celda y lo obligó obediente e irónicamente a recordar y viajar al momento más feliz de su vida, bailaba en la gala de egreso de la universidad con su mujer, ese preciso y precioso vals de Ella Fitzgerald.
Al retornar cuatro días después, pálido y sin zapatos, su mujer no entendió nada cuando él sólo la abrazó como si nunca antes y entre lágrimas intentó bailar torpemente lo que ninguno catalogaría como el más bello vals bailado jamás en plena calle y a pies descalzos.