Je, je, je…rió como hiena Augusto Otrora, editor. Luego tomó la palabra y de su perorata indescifrable, repleta de metáforas coloristas, adjetivos floridos, extraje: “hacés honor al apellido, mi querido Morales, pero esto que me traes que tú de forma infundada calificas de literatura y para lo que yo no encuentro otro epíteto- y perdona el realismo- que bazofia, si sale a las planchas provoca la hilaridad de la competencia”.
-Ya sabes cómo está el mercado, Morales, tráeme algo mejor…pasión, violencia.
De nuevo con argumentos rastreros, con argucias de bajos fondos, me había cerrado la puerta de la notoriedad que con tanta saña perseguía por aquellos tiempos y que tanto se demoraba, por cierto. No encontré palabras y las pocas que encontré no hicieron mella en la inquebrantable voluntad de Otrora. Sólo acerté a decir que él también hacía honor al apellido, que ambos habíamos sido bautizados con acierto, que lo volvería a intentar y que si no aceptaba la próxima entrega se la llevaría a la competencia (hablé bastante, por cierto).
-Bravatas no, Morales, todo lo que tú quieras, pero no te me pongas altivo. Sabes que he sido un segundo padre para ti. Te doy traducciones para que vayas tirando y ahora me amenazas con la traición…eres un sinvergüenza, Morales…fuera de mi despacho, fuera.
Había en Otrora algo de bella y algo de bestia cuando escupía aquellas palabras, las sienes plateadas y los incisivos afilados le conferían esta apariencia irreconciliable. También tenía algo de sanguijuela que no supe a qué atribuir. En estas meditaciones andaba yo cuando cerraba la puerta. Improvisé la mejor sonrisa que tengo y dándome ínfulas de escritor, paso firme, mirada sosegada, me senté en mi pupitre, que por mor a la eficiencia administrativa y el reparto jerárquico del trabajo, tenía asignado en la editorial que con tanta energía conducía Otrora. Tenía fama en ediciones el Fénix de ser el único de la plantilla que publicaba y era bueno- así me parecía- seguir conservándola.
A la salida me esperaba Alfonso, del que ya tendré mejor ocasión de hablar, y caminando despacio fraguamos el plan. A la mañana siguiente él se pasaría por la editorial Satélite en calidad de autor de mi novela “historias de poca monta” a probar fortuna. Ya ven. Malicié, cuando confabulaba con Alfonso que si la novela se publicaba, pronto el sagaz Augusto descubriría la engañifa. Era apremiante cambiar el título y las tres primeras páginas (hasta donde el ojo de Otrora llegó). El título lo proporcionó mi amigo: la traición. Era adecuado y concordaba con la realidad, aunque tenía el inconveniente que no guardaba relación con el contenido. Pero no nos pareció obstáculo suficiente, máxime cuando este artificio nos sumaba a la vanguardia narrativa. Era frecuente por aquellos tiempos insinceros utilizar argucias de esta catadura. Las páginas las improvisamos sorbiendo un café en colaboración con Artemio Díaz, a la sazón camarero de la Perdíz Roja, cuya afición singular no era otra que la confección de ripios truculentos de variado tema y contenido que omito por si hay algún lector sensible.
Aconsejaba Artemio empezar el escrito a lo Galdós y sobre materia menuda. Nos inclinamos, no obstante, por las recomendaciones de un estudiante de filología que ubicado a nuestra diestra nos observaba.
-Desde que Don Benito pasó por el mundo han cambiado mucho las cosas…créanme. De lo que ahora se trata es de no trascendentalizar mucho la literatura. A modo de ejemplo les diré que la transcripción literal de lo que nosotros estamos tratando encandilaría a más de un lector.
Así se hizo. Aunque si el lector quiere comprobarlo le recomiendo que lo lea, pues ediciones Satélite lo publicó el año pasado, sólo esas tres páginas. Figuramos como autores: Alfonso Cifuentes, Artemio Días, Jesús Lacalle( que así se llamaba el filólogo) y Jacinto Morales- un servidor- al módico precio de quinientas pesetas, recogido en el volumen Cuentistas de hoy, ediciones Satélite, bajo el título de la Traición.
( Este relato se escribió en enero de mil novecientos ochenta y siete).
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