I AGUACATO
La historia del Aguacato comenzó en la primaria, donde sus maestros derramaron la bilis antes de acudir con psicoanalistas luego de lidiar con su pétreo entendimiento.
Porque no era nada fácil ver durante años consecutivos el rostro neandertal de un Aguacato quieto cual avatar dientón del dios Make Make moai ante el pizarrón donde contemplaba con horror sagrado los rudimentarios misterios matemáticos que le desplegaban los profesores.
Y no obstante el talante rupestre del muchacho sacado de un cuadro de Picasso, sus compañeros no dudaban en disputárselo durante lo más salvaje del recreo, ya que el Aguacato era diestro en conducir el balón por entre un mar de piernas bravas para abatir a los porteros.
Con el discurrir de los años el Aguacato pasó de panzazo a la secundaria, merced al quebrantamiento moral de su última víctima, quien le dibujó un seis en la boleta con el gesto contrito del que acepta un soborno.
De tal guisa, a los diecisiete años el Aguacato dispersó su aura fatal entre los dóciles maestros que al poco tiempo perdieron los estribos ante la figura totémica de aquel garañón capaz de suscitar pesadillas primitivas en las niñas que verían en él lo más próximo a una versión autóctona del Abominable Hombre de las Nieves.
Todo aquello provocaría un cónclave extraordinario donde la planta docente acordó atascar de seises la boleta de aquel Golem para expulsarlo escalonadamente del colegio, por lo que el Aguacato pudo entonar las golondrinas y plasmar su nombre en las camisas de sus secuaces luego de sólo tres años.
Tal como ocurriera mucho atrás, a esas alturas el Aguacato ya había humillado a propios y extraños con sus desplantes “mefistofélicos” en las canchas terregosas de futbol. A lo que se unía la renuencia de su padre para seguirlo rapando, quizá como consecuencia del ablandamiento etílico de su pulso.
De manera que el Aguacato ingresaría a la preparatoria con la posesión absoluta de un greñero que ataba con una liga de resortera, y no faltaría el ocioso que de buenas a primeras asoció su rostro paleolítico con la cara en éxtasis perpetuo del astro brasileño Ronaldinho.
Así fue como el Aguacato fue renombrado “Ronaldiño” después de conducir a sus huestes a la consecución gloriosa del torneo de futbol organizado por la compañía de refrescos “Botijitos”. Y no pasaría mucho para que un visionario le ofreciera ingresar a las fuerzas básicas de un equipo de la Tercera División, donde la inquina de sus compañeros hizo que lo designaran “Simiolón”.
Sin embargo una tarde fatal cambiaría la historia de quien estaba llamado a guiar a México a la obtención de su primer título mundial.
Ocurrió cuando un árbitro de panza inconmensurable se negó a suspender un partido envilecido por la lluvia que volvía el campo de batalla en un chiquero. De tal suerte que en un instante crucial un defensa se barrió para impedir el avance equino de Simiolón hacia el arco, triturándole la pierna que el delantero apretaría con un aullido de hombre lobo que prefiguró la gresca general.
Este y no otro es el relato fidedigno del Aguacato, quien se reinsertó en la realidad preparándole las mezclas y los adobes a un maestro albañil impresionado por su tenacidad de jumento, lo cual no impidió que lo renombrara un sábado crepuscular, cuando lo señaló con su cuchara chorreante de cemento para soltarle su nombre “Igor” con mayestática solemnidad.
II ZOMBI
Mi estancia en la preparatoria quedó marcada por dos hechos torales: mi sometimiento a los misterios inescrutables del Cálculo Diferencial, y mi pasmo ante la presencia tenebrosa de Nepomucemo el Zombi.
Lo conocí durante una cáscara al final de Etimologías, y no fue en las mejores condiciones, pues tuve frente a mí su rostro de Frankenstein redimido al enfilarme al arco que defendía agazapado como cazador troglodita.
Fallé el gol que ya hasta festejaba nuestra porra, y durante las horas y días posteriores atribuí mi error al ataque suicida de un mosco que se embarró en el centro de mi pupila. Sin embargo sólo yo sabía que mi yerro se debió al pasmo ante las facciones de animal de las criptas del Zombi, quien aprovechó mi zozobra y se aventó hacia el balón que dejé a unos centímetros de sus manos como garras.
A partir de ese momento entré al club de los estudiantes aterrados por compartir las aulas con aquella criatura de voz cavernosa y cabellos de antropófago. Sin embargo el asunto daría un giro copernicano durante una Quema del Burro, cuando el Zombi se la rifó al lado de mis huestes contra los fósiles que trasquilaban a los de recién ingreso.
Los meses siguientes aceptamos sin ambages al Zombi en nuestras filas, y sólo entonces nos enteramos que la movía como roquero en el grupo “Los Discípulos del Conde”.
Incluso bastaba con ver las ropas negras y los cuellos alzados del Zombi y los otros para remitirse a los chupadoncellas.
Acudimos a varias tocadas del Zombi, quien no le pedía nada a los héroes del Grunge, y pasado un año por fin tuvimos la primera plática seria luego de embriagarnos durante un fin de cursos.
Ahí fue cuando me enteré de la estigmatización que había sufrido desde pequeño, cuando sus padres parecieron considerarlo un tipo de infiltrado del subsuelo. Pero contrario a lo que se pudiera pensar, el Zombi no vivía atormentado por las miserias de su vida, y tenía varias expectativas aparte de rocanrolear y porterear como la Araña Iturralde: estaba obsesionado con ser médico.
Admito que me quedé de una pieza cuando me lo dijo, y a los pocos segundos me doblé de la risa al imaginarme al Zombi con su prestancia espectral a punto de abrirle la panza a un buey con apendicitis. De seguro lo dejaría inconsciente nada más del puro susto.
Pero el Zombi no estaba bromeando, lo cual confirmaría años después, cuando la vida nos llevó por diferentes caminos: yo terminé como burócrata y él se volvió una eminencia a nivel nacional…
Pero en aquel instante de la revelación yo no sabía nada de lo que nos depararía el futuro, de manera que lo palmoteé con euforia y serví dos tequilas más con la sensación de ser el Ismael de Moby Dick al lado del impresionante arponero Quiqueeg sin tatuajes.
III GRIFO
El Grifo llegó a la preparatoria con el gesto victorioso de quien ha librado la Educación Media o en su caso “media educación” sin desprenderse del estigma de la nariz siempre chorreante por la cual se ganara su apodo en los castos años de su infancia.
El muchacho pasivo como monje zen ingresaba a la escuela escoltado otra vez por una caterva de fans dispuestos a gritar su apodo a las potestades cardinales.
Pero eso tenía sin cuidado al Grifo, por una vez contento de trasponer las puertas de un recinto donde no había que ir uniformado ni con el pelo a rape o los zapatos lustrosos hasta el oprobio.
Sin embargo los otros no compartían la satisfacción adánica del Grifo, cuyo club de admiradores se incrementaba potencialmente en vista de su renuencia a repeler cualquier agresión.
Por eso no era extraño que los mismos haraganes de siempre circularan papelitos con una ignominiosa figura como el duende Eugenio de Popeye, pero con la nariz bulbosa y roja escurriendo un líquido verde aguacate.
En sentido estricto, lo que fluía del Grifo era una sustancia transparente que apenas asomaba cuando la barría con un pase diestro de su pañuelo de triángulos isósceles de colores primarios. Pero eso no les importaba a los demás, quienes terminaron por reducir toda la complejidad psicológica del Grifo a una nariz chorreante que hasta había inspirado mil y un chistes obscenos que ruborizaban a las señoritas.
Los días cuajaron en semanas y éstas se apilaron en los bloques de los meses que soportaron los años, hasta una ocasión en que ya se organizaban los festejos por la salida de la preparatoria, cuando un sujeto imposible irrumpió en los corredores de la escuela haciendo que más de un mirón estrujara el rostro asombrado.
Incluso varias muchachas que avanzaban en grupos vitelinos se dieron un momento para girar la vista hacia el individuo que a muchos les evocó vagamente al Grifo, aunque el recién llegado más bien presentaba una nariz de raigambre clásico, un corte de pelo que no despreciarían Totti o Del Piero, y unos trapos y tenis Ekkoh que pusieron verdes de la envidia a quienes suspendieron sus eliminatorias de albures para atestiguar la revelación.
Muchos creían sufrir “un alucine” donde emergía del subsuelo el gemelo prodigioso de un Grifo que abandonara la escuela un año antes. Para colmo, el tipo iba acompañado de una muchacha que hizo babear a la mayoría.
Pero lo peor fue cuando el sujeto los caló con desprecio y les soltó sin esperar respuesta: “¿Qué hay carnales? ¿Ya mero salen?”
Luego de aquel prodigio en que los Orfebres Ocultos tras las cosas debían estarse retorciendo de la risa, el sujeto que hasta olía a caro perfume Gironni Paccal barrió a sus antiguos compañeros con una mirada senatorial y les dio la espalda mientras la dama a la que varios evocarían durante “diestras” noches de insomnio lo sujetaba del brazo y le pegaba el rostro virginal al hombro.
Corrieron absurdos rumores cuando se fue el individuo a quien calificaron como “el puto Grifo operado”: algunos decían que había abordado un Lamborgini o un Corvette; y muchos juraron con la mano en el Baldor que le abrió la portezuela un ropero sacado con todo y gafas de los Hombres de Negro.
De modo que el festejo por el final de la preparatoria ya no les supo igual a quienes aún veían como un camino infinito los cuatro o cinco años de la carrera y después la búsqueda de trabajo para aspirar al menos a tener un vil carrito Beetle.
Hubo algo de lo que sólo pocos se enteraron: doce meses atrás el hermano mayor del Grifo heredó medio cerro de milpas de su abuelo Nepomuceno Armenta. Las vendió como lotes residenciales y obtuvo una fortuna con la que pagó la operación plástica del Grifo, a quien rodeó de un batallón de psicólogos y estilistas que lo convertirían en “aquello” que vieron sus antiguos detractores.
Lo que nadie atestiguó fue el gesto de susto del mentado Grifo Lisandro Armenta al arribar a su antigua preparatoria acompañado por una muchacha que conociera meses antes durante un curso intensivo de francés. Tampoco se enterarían del gesto heroico de Lisandro para encarar lo que en su vida adulta consideró la prueba crucial que sortearía para sobrevivir en un mundo depredador.
IV JIRAFO
Juan Ramón el Jirafo me llamó luego de tres años de nuestra última parranda. Por eso tardé algunos segundos en conciliar sus facciones con la voz nasal recluida en las entrañas electrónicas de mi celular. El Jirafo acusó mi silencio y confirmó quién era, diciéndome a las prisas que iría al grano porque tenía poco crédito: me invitaba al bautizo de su primogénito para el sábado siguiente, insinuando la posibilidad de que también iría su prima Alondra, por lo que cubrí el teléfono con la mano enconchada y me orillé más en la cama para que no escuchara nada Rosita.
Colgué y descubrí que mis precauciones estaban de más, pues Rosita hasta se había acorazado la cabeza con la almohada, molesta por la interrupción de su sueño efímero previo a su regreso a una casa donde ya la esperaba un esposo mujeriego y sus dos hijos de preescolar.
Me levanté en boxer como estaba y me dirigí a prepararme un café cargado a la cocina. Después fui hasta la sala y puse un disco de Pink Floyd para darme un chapuzón en el charco de los recuerdos.
Tuve mi primer encuentro con el Jirafo en el segundo año de la preparatoria. Por entonces me intrigó su estampa alargada y comba rematada en el rostro pequeño de nariz como dátil. Pero más extravagante se me hizo cuando a las pocas semanas me percaté de sus manías iconoclastas, más chocantes a causa de su intelecto privilegiado.
Incluso cierta ocasión en que estábamos a punto de entrar a Matemáticas se le ocurrió que a sus apuntes les faltaba “nervio”, por lo que desgarró varias hojas y estrujó cada una empujando la bola con el pulgar tenso en escuadra, para después irlas abriendo con movimientos de los dedos filamentosos que parecían hurgar en el papel, finalizando su desatino con un planchado vertiginoso de las hojas que terminaron llenas de arrugas dignas de un xoloizcuintle viejo.
Y no se diga la vez en que arrancó las pastas de su libro de francés para quemarles los bordes con un encendedor que le tendió un Guafles que sonreía sarcástico sin desprender el cigarro estrujado de los labios como ligas.
El caso fue que estos arrebatos extravagantes constituyeron lo que al paso de los años devino el llamado “Onirismo Lúdico” de un Jirafo adulto dueño de media docena de premios literarios.
De hecho fue en una de las sesiones de su taller donde conocí a su prima Alondra, una muchacha con la que medio año después tuve un noviazgo cortado de cuajo cuando me descubrió con Irma Salomé, su compañera hippie con quien me entregué a una absurda relación donde lo mismo gozaba de sus favores, que hacía corajes cuando la descubría en escarceos afanosos con algún tipo harapiento.
Respecto al mentado Onirismo Lúdico, sólo se trataba de una versión anacrónica del surrealismo enarbolado por Bretón, Dalí, Buñuel, El Santo, Mil Máscaras y Blue Demon.
Pero el tiempo se había escurrido sobre el mundo, y ahora resultaba que el Jirafo ya hasta era papá…
Días después me hallé vestido como pingüino junto a la pila bautismal donde el Jirafo ayudaba a su esposa Irma Salomé a sostener a un niñito pelón que recibiría el chorro de agua bendita cargada con los poderes semánticos del nombre obvio de Juan Ramón, mientras a un lado Alondra me observaba con una sonrisa irónica que tapó juntando las manos como si rezara con fervor.
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