En la noche de ayer,
noche más larga,
fue descubierto por vecinos varios
el cuerpo moribundo de la luz.
Se dio aviso enseguida
a las fuerzas del orden,
y un coche zeta fue movilizado
al lugar de los hechos.
Se levantó un informe
que redactado en términos distantes,
decía que el individuo
fue encontrado sin signos
externos de violencia,
y una gran palidez en las membranas
que recubren su piel de claridades.
Un halo de sigilo en su entrecejo,
las pupilas con viso de faroles
en un último intento de ser focos
de orbitales planeos
de insectos cautivados por su brillo.
Fue requerida al punto una ambulancia,
y el personal a cargo,
en razón del estado del paciente,
decidió su traslado con urgencia
a un centro hospitalario
donde nada se pudo hacer,
pues ingresó cadáver.
Se pensó que el deceso de la luz
contenía elementos algo oscuros,
y se cursó de oficio petición
al juzgado de guardia
que instruyó diligencias oportunas
y envió rogatoria
al médico forense
recabando el informe de la autopsia,
para unir a los autos
la prueba pericial que concluyera
la causa de la muerte.
El doctor perforó con su escalpelo
los resquicios de aureola remanente,
destapó con su hierro las entrañas
de un cuerpo que perdía la viveza
que tuvo en sus reflejos y fulgores.
Descubrió en los humores de la linfa
corpúsculos carentes de materia,
y en las cuencas ya secas de los nervios,
la frecuencia agotada de sus ondas.
No olvidó revisar el poso inserto
en las zonas expuestas al contagio
de los seres humanos,
por ver si el ascendente oscurantismo,
o la tenaz ceguera
del sectario delirio,
habían infectado las arterias,
restando transparencia a su destello.
El dictamen final,
entre mil farragosos tecnicismos,
como posible causa de la muerte
apuntaba a un ataque de solsticio
complicado con síntomas de invierno,
que derivó en insuficiencia diurna
y provocó un colapso irreversible
de impulsos luminosos.
El juez dictó: “Son causas naturales”,
y ordenó que archivaran el sumario.
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